Esperanzadora carta de la sobrina del guerrillero montonero que entregó el Regimiento 29 de Formosa

"Mi tío no hubiera querido que se lo recordara en una placa sino pedirle perdón a las víctimas del terrorismo".

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Escribe: Laura Inés Mayol (*)

El 5 de octubre se recuerda a las víctimas del terrorismo en la Argentina. Son las víctimas de la guerrilla de las que no hay número oficial, ni verdadero ni falso, simplemente no hay. La fecha fue fijada conmemorando el día de octubre de 1975 en que tuvo lugar el asalto al Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa por un grupo armado de Montoneros, dejando el triste saldo en víctimas de 10 soldados conscriptos, un suboficial y un oficial, quienes murieron defendiendo el cuartel. Este hecho de violencia fue uno entre los muchos protagonizados por la guerrilla, pero tiene la alta significación de haber ocurrido en pleno gobierno constitucional, cobrándose la vida de personas incuestionablemente inocentes en cumplimiento de las funciones que le había asignado el Estado. Eran los inicios de un enfrentamiento que duraría años y que cobraría altísimo número de vidas humanas.

Como tantas familias argentinas, la mía cuenta con un caído a consecuencia de la confrontación de los setenta en nuestro país. Se trata de la persona que, siendo conscripto del Ejército Argentino en el mencionado Regimiento de Formosa, y al mismo tiempo perteneciendo a Montoneros, abrió las puertas del cuartel para que se perpetrara la toma planeada por su agrupación aquel 5 de octubre de 1975. Él perdió su vida en el sangriento episodio. Su nombre fue inscripto entre los estudiantes, docentes y profesionales egresados de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Litoral muertos, desaparecidos y perseguidos por el llamado Terrorismo de Estado, a quienes se rindió homenaje con la colocación de una  placa en agosto de 2006 en la mismísima Casa de Altos Estudios de la que soy egresada y me es tan querida, en Santa Fe de la Vera Cruz.

El fin no justifica los medios de los que empuñaron las armas para cambiar un orden social que creían injusto.

Tengo para mí, y sólo para mí porque del sentir de los muertos nadie puede tener certeza, que Roberto Mayol no hubiera querido que se le rindiera ese homenaje. Tengo para mí que, de haber vivido, no tendría vanagloria de haber ejecutado, junto con otros, un plan que se cobró la vida de 12 inocentes, todos ocupando el lugar que les había asignado las autoridades democráticas. Tengo para mí que en lugar de esa placa hubiera preferido hacer un mea culpa público pidiendo perdón a los seres queridos de esas 12 personas y hubiera velado porque el triste hecho – del que fue protagonista – fuera narrado con veracidad, es decir, con ajuste a la verdad completa. Porque la verdad no admite relatos parciales.

Tengo para mí que, si viviera, formaría parte del pequeño grupo de los que, habiendo recurrido a la violencia – armando y detonando bombas, concretando atentados y ataques que dejaron un reguero de víctimas, tanto uniformados como civiles -, han arribado a la humanizante conclusión de que el fin nunca justifica los medios.

Esas personas de bien son de las pocas que han alzado su voz por sobre las diferencias ideológicas que aún mantienen para contribuir desde un honroso lugar a que las generaciones que las suceden conozcan la verdad. Completa.  Su voz se suma a las que desde el inicio de los llamados “Juicios de lesa humanidad” han denunciado gravísimas irregularidades de los procesos que, tras haberse juzgado a las Juntas y transcurridas cuatro décadas, se siguen contra presuntos represores: desde la bochornosa parcialidad de algunos jueces que deshonran las instituciones republicanas hasta la producción de pruebas viciadas y falsas, gracias probablemente al industrioso accionar de unos pocos ideólogos, unos cuantos combatientes de entonces que se resguardan en el rol de acusadores o de víctimas, un grupo de cínicos oportunistas que se benefician económica o políticamente, una cantidad de ingenuos que desconocen la historia y al silencio de muchos que, conociéndola,  prefieren callar.  Se trata de juicios iniciados en su mayoría contra quienes en los años setenta eran jóvenes integrantes de fuerzas armadas o de seguridad de rango inferior y civiles; juicios conducidos en vergonzosa violación de los mismos derechos humanos que se proclama proteger – desconociendo, entre otras, las convenciones internacionales sobre la edad y la prisión preventiva – y del elemental principio de inocencia constitucionalmente protegido que establece que nadie es culpable hasta que una sentencia – justa y con el debido proceso – así lo declare.  Es que, como se ha dicho, es un principio angular de los derechos humanos dar igualdad de trato y las mismas garantías aún a los acusados de los más graves crímenes.

El fin no justifica los medios. Nunca. El fin no justifica los medios de los que empuñaron las armas para cambiar un orden social que creían injusto. El fin no justifica los medios de quienes abusaron de los poderes del Estado para cumplir una misión que les había sido encomendada. Pero no vale falsear los hechos y los marcos conceptuales para equiparar violencia redentora con violencia injusta. La “guerrilla” armada de los 70 no se ajusta a la primera definición del término del Diccionario de la Real Academia Española: no se trató de un conjunto de escaramuzas o de refriegas de poca importancia. Los protagonistas lo saben. Como saben que no todos los que portaron un uniforme actuaron indebidamente. ¿No se condenó ya lo condenable entre aquellos que fueron llamados a defender la Patria? Tras cuatro décadas, ¿qué queda por condenar? Nuestra Argentina de hoy cuenta con más de mil procesados sin condena, un tercio de los cuales se encuentra detenidos – hace años en muchos casos – en flagrante violación a la normativa sobre prisión preventiva, aun siendo mayores de 70 años y con frágil estado de salud. ¿No habrá sabiduría en el camino seguido por las naciones que dieron luz a la doctrina de los crímenes de lesa humanidad, incluida su imprescriptibilidad, en las que tras procesos que duraron poco tiempo – los juicios principales de Núremberg fueron concluidos en menos de un año – se condenó a un grupo reducido de personas? Y nada más. ¿No habrá ello contribuido a una pacificación que abrió el futuro a una sorprendente reconstrucción social, política y económica?

Pocas pero cada vez más son las voces que se alzan esperanzadoramente por sobre el silencio cómplice que no deja ni que los muertos descansen ni que los vivos vivan en paz.  Porque se han dado cuenta que para la paz es más importante la verdad que la justicia: que se sepa la historia tal como fue.  Lo que nuestro país necesita es que los puestos honrosos sean ocupados sólo por los que obraron el bien o por los que, no habiéndolo hecho, tienen la grandeza de reconocerlo y de reparar de alguna manera su error, al menos con la verdad.  Unos y otros marcan el camino luminoso de la virtud que, superando el sufrimiento, la humillación, la ira y la venganza, conduce a la cultura del encuentro, la única que abrirá las puertas al verdadero progreso de nuestra Nación.

(*) Abogada.