De Brasil con amor: la rebelión que todos los globalistas quieren callar

El brasileño no quiere resignar lo poco que ha logrado estos años, no se juntaron a manifestarse por Bolsonaro sino por sus propios hijos, a los que quieren legarle un país mejor que Venezuela, Chile, Perú o Argentina… o, al menos, poder contarles que hicieron todo lo que se podía.

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Escribe: David Rey

Al unísono se han elevado, desde las más diversas latitudes ideológicas, ardientes voces que condenan los hechos que tuvieron lugar en Brasilia, donde incontables millares de personas salieron a la calle para manifestarse contra el recién iniciado gobierno del presidente Luis Ignacio Lula Da Silva, es decir, contra este pernicioso retroceso que acaba de experimentar el país más importante de América latina. La palabra “democracia”, entonces, hoy más “sagrada” que nunca, se pronuncia infaltable en todo discurso, todo señalamiento, toda lamentación. Incluso el mismo papa Francisco la dijo, pues todo el mundo está tan “preocupado” por este “asalto” que acaba de sufrir el “orden democrático”.

Y todos, sin excepción, apuntan contra el mismo villano, el malo de la película: Jair Bolsonaro, el expresidente de Brasil, aquel que incluso tiene la maléfica capacidad de ser el organizador de todo este revuelo sin siquiera pronunciar una sola palabra. Pucha, qué tipo tan perverso, el ultraconservador, el “genocida” (tal cual lo llamó su sucesor), el fascista inconmovible. Todos, pero absolutamente todos (periodistas, opinólogos, políticos, manosantas) aprovechan esos magros minutitos de “vigencia” para anotarse con un titular, un tuit, una foto. Todos tienen algo para “lamentar” respecto de la rebelión en Brasilia. Mas nadie, pero absolutamente nadie, se ha tomado el elemental trabajo de pensar si acaso esos millares de personas no son acaso también el pueblo, el pueblo de Brasil… y, en consecuencia, preguntarse algo tan sumamente elemental que hiere incluso el amor propio realizarse esta pregunta: ¿y por qué se ha juntado toda esa gente?

Si América latina y, por extensión el mundo occidental, tenía alguna esperanza… esa esperanza no era otra que Brasil, el Brasil del presidente Bolsonaro, el Brasil que producía empleo, el que trataba de acomodarse tras las pasadas tormentas, el que supo dejar atrás el flagelo del anterior gobierno de Lula y el mismo que rajó de una patada a la impresentable de Dilma. El Brasil que se animó a transitar alternativamente al socialismo del siglo XXI, a “su” mismo Foro de San Pablo; el que le dio la espalda a Venezuela, aunque sin por esto dejar de ser el máximo receptor de venezolanos que lograron huir de la barbaridad. Pero ese Brasil con el mayor superávit del continente y que empezaba a sacarse las cadenas de encima (al menos, el único país que no iba para atrás en materia económica), era también un país que ya presentaba la capacidad de ser sí mismo, independiente, propio, de los brasileños. Y ahí está el problema. No es una buena idea una nación libre en épocas de creciente cercenamiento de libertades.

Los mismos que hoy claman por este “atentado” contra la “madre democracia”, acaso nada dijeron respecto de que todas las urnas no auditadas -respecto de las que sí fueron auditadas- ofrecieron curiosamente una victoria significativamente superior a Lula en las últimas elecciones presidenciales. Resulta, pues, que la misma gente de una provincia, de una ciudad o de un pueblo… votó tajantemente diferente según la urna. Aquellas urnas que tenían un software de 2020 en adelante, decían -por ejemplo- que la gente votaba más o menos parejo; aquellas otras anteriores a 2020 (y que no fueron auditadas), dijeron que los votos eran -grosso modo- 70 % para Lula, 30 % para Bolsonaro. Es decir… como si la mayoría de los que iban a votar contra Bolsonaro hubiera tenido la posibilidad de elegir la urna en la cual votar. Brasil, el futuro de Brasil… fue obscenamente robado en las últimas elecciones. ¡Nunca nada más impúdico en la historia! Y los que hoy se hacen lenguas con la “democracia”, entonces, no dijeron nada. Y ahora nos quieren enseñar de democracia a nosotros.

Claro que todo terminó siendo una grosera emboscada para los brasileros, pues claro que siempre hay inadaptados que ocasionarán desmanes, ¿cómo controlar que dentro de ese millón de personas que se movilizó en Brasil sean todos monjas carmelitas? Todo hicieron para ser oídos por su Ejército, y más… miles de brasileños se han sacrificado para que el Ejército los oiga, que los vea, ¡que entienda que ESE ES EL PUEBLO, y que actúe! El brasileño no quiere resignar lo poco que ha logrado estos años, los brasileños no se juntaron a manifestarse por Bolsonaro sino por sus propios hijos, a los que quieren legarle un país mejor que Venezuela, Chile, Perú o Argentina… o, al menos, poder contarles que hicieron todo lo que se podía. Y el Ejército, hijo y deudor de ese pueblo, no escuchó. No tuvo el valor que al pueblo le sobró.

¿Quién es el pueblo en Brasil, entonces? ¿Esa casta política hedionda que incluso desde hace décadas es incapaz de mejorar la marca del país más grande y poderoso de América latina? No han sido capaces de hacer del país con la segunda represa hidroeléctrica más grande del mundo algo que logre borrar aquella figuración mental de un mono pelando una banana, una nación en la misma tesitura cultural y social que cualquier país africano. El único país de América latina que, gracias a su industria y sus trabajadores, no precisa mendigarle favores traicioneros a China, el país con las más poderosas fuerzas armadas y la mayor cantidad de submarinos, hoy le mendiga un título de médico a la Argentina cada vez que manda a uno de los suyos a estudiar gratis a Rosario.

El único país de América latina que no habla español, francés o inglés… pero, ¿quién habla portugués? ¿A quién le importa saber la lengua de estos “retrasados culturales” de los que solamente sabemos que patean bien la pelota? Eso es lo que la “democrática” casta política nunca se dio a la tarea de hacer: dejar que Brasil sea lo que verdaderamente es: la potencia que guía. Pudiendo ser una suerte de Estados Unidos del Sur, son la cuna del Foro de San Pablo. Un país de 215 millones de habitantes y casi tan grande como toda Europa, que podría ser el norte industrial de toda América… es apenas ponderado por sus playas y mencionado por sus favelas. Eso logró la democracia que hoy reivindican los hipócritas de siempre: un monstruo hermético, dormido, que no molesta a nadie.

Pero… ¿acaso el pueblo de Brasil no será esa gente desesperada que, sin armas (por ahora), pero con mucho corazón, ganó las calles para hacerse oír? ¿Acaso el pueblo de Brasil no es aquel que no solamente se aúna para celebrar un campeonato de fútbol? ¿No será ese mismo gentío que se agolpó en la llamada “casa del pueblo” el dueño de esa casa, para decir “acá mandamos nosotros, el pueblo de Brasil”? Aquellos que la prensa de todo el mundo señala como a “bolsonaristas”, como a “fanáticos”, ¿acaso no será que en realidad no son bolsonaristas sino brasileños haciendo lo que tienen que hacer, es decir, defender su país, su libertad y su futuro? ¿Podría el comunismo haberse instalado por más de 70 años en Cuba con un pueblo así, como el de Brasil? ¿Puede ciertamente ser ignorada esta posibilidad? ¿O no será que, en realidad, los medios están ignorando adrede esta misma realidad? ¿No será que Brasil, el pueblo de Brasil, está más allá de Lula y Bolsonaro, es decir, por fuera de esa grieta imaginaria con la que sueñan los que todo quieren dominar? ¿No será que Brasil, el pueblo brasileño, amenaza todo lo establecido con este intento de saltearse las obscenas pautas del globalismo?

Los mismos medios (y políticos) que prácticamente aplaudían cuando las hordas izquierdistas prendían fuego Santiago de Chile, ahora son los que se golpean el pecho por “el asalto” a la democracia en Brasil. En Chile los terroristas prendieron fuego media ciudad, generaron daños económicos de una magnitud incalculable, aterrorizaron a todo un país y, mientras la prensa aplaudía, pusieron al frente un presidente con retraso mental. En Brasil los terroristas enquistados en la justicia aprobaron el fraude, se quedaron con el superávit económico del gobierno de Bolsonaro, intentaron callar a todo un país y, mientras la prensa aplaudía, pusieron al frente a un presidente condenado por corrupción que ni siquiera podría explicar -sin faltarle a la verdad- por qué le falta un dedo meñique… o por qué se lo arrancaron.

Si la hipocresía fuera un mar, hace tiempo que, gracias a nuestra prensa y a nuestros políticos, América latina estaría doscientos metros debajo del nivel de los océanos. Pero parece que no todo es tan así porque, a pesar del robo de las últimas elecciones, todavía seguimos contando con Brasil, el país que desde siempre quieren contener, callar, domar, adormecer, figurarlo cual “divertido país carioca, con cocos y negros con trencitas”, con pegadizas canciones de verano y abocado a la producción de medulares telenovelas que miran las viejas pueblerinas al mismo tiempo que tejen el septuagésimo quinto pulóver en lo que va del año. Brasil es más que eso, mucho más que eso, y lo está haciendo saber. El pueblo de Brasil, mal que le pese a la escoria acomodaticia de la televisión, es más que eso, mucho más que eso… Y se lo está haciendo saber.

No sabemos cómo va a terminar esta historia. Los medios cuentan la mitad de las cosas. Se dice que es mucho más complejo de lo que se muestra, que el brasileño no se rinde por nada en el mundo y que sigue dando pelea. Que hay una guerra civil, que todos están hartos y no quieren volver al socialismo del siglo XXI, que hay brasileños que prefieren morir a rendirse, que este verano no es la mejor idea ir de vacaciones a Camboriú. Que todo va para peor, que todo va para mejor. No se sabe nada. En la época de la información, la información está enclaustrada tras densos algoritmos. No sabemos qué pasa, Brasil siempre ha estado dentro de una hermética burbuja, la que le pusieron encima.

Pero sí sabemos algo, y lo sabemos gracias a nuestro sentido común, el mismo que nos lleva a descreer de nuestros infames políticos y a tomar por falso todo lo que irradie desde los medios masivos de comunicación: esa gente que se juntó en Brasilia, no son los terroristas que incendiaron Santiago. Son los padres y las madres de familia que hacen lo que hay que hacer cuando la voz del pueblo es pasada por arriba; son los trabajadores que salieron a mansalva a defender lo que ganaron con el sudor de su frente y el combustible de su esperanza; son los brasileños convencidos de lo inmenso que son y que nada les podrá poner un grillete encima. ¡Son brasileños, no argentinos!

La buena noticia es que si Lula -tras el robo en las elecciones- puede sostenerse como presidente, tendrá que gobernar para ellos, los que quieren un futuro para sus hijos. Otra buena noticia es que América latina hoy cuenta con un ejemplo imponderable, el que más quisieran disimular pero el mejor para salir adelante: Brasil, el pueblo que tomó las calles por su libertad.

¡Gracias, Brasil! ¡Viva Brasil! ¡Gracias!


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