
Escribe: Nicolás Ponsiglione (*)
EFECTOS FISIOLÓGICOS DEL TERRORISMO SANITARIO
El Dr. Bruce H. Lipton cita en su obra La biología de la creencia numerosos estudios cuyos resultados muestran que casi la totalidad de las enfermedades importantes de la población están relacionadas con el estrés crónico[1]. Hoy día, prácticamente todos nos vemos acosados diariamente por amenazas que no poseen solución, y que se retraducen químicamente en nuestro organismo como potentes generadores de estrés de carácter crónico. La pandemia con su relato amedrentador es un perfecto ejemplo. Como señala el Dr. Lipton, «una comunidad puede sobrevivir sin problemas a situaciones que provoquen un estrés momentáneo, como un simulacro de ataque aéreo, pero cuando la situación de estrés se extiende en el tiempo, el resultado es el cese del crecimiento y el colapso de la comunidad»[2].
El organismo humano tiene dos sistemas fundamentales de defensa: uno es el sistema inmune y, el otro, el llamado eje HPA (eje hipotalámico-pituitario-adrenal). Mientras el primero nos defiende de amenazas internas (agentes infecciosos que penetran en el organismo), el segundo nos protege de las amenazas externas (peligros como la presencia de un depredador, riesgo de accidente o muerte, etc.).
El eje HPA es activado ante la percepción de un inminente peligro, poniendo en marcha el mecanismo de «lucha o huida» y, para ello, las hormonas del estrés (como el cortisol) son liberadas en el torrente sanguíneo. El asunto es que este sistema de defensa externa fue creado con el propósito de defendernos de amenazas agudas, aisladas y pasajeras, como la de un león que nos sorprendió durante nuestra siesta en la sabana. Cuando el peligro pasa, el sistema restablece su funcionamiento normal.
El verdadero problema surge cuando este sistema de defensa está perpetuamente siendo activado, por causas reales o imaginarias. En primer lugar, cuando el eje HPA se activa genera la desactivación o debilitamiento temporal del otro sistema de defensa, el sistema inmunológico. El cuerpo ha determinado que sólo uno de ellos funcione con el 100% de su capacidad. Las hormonas del estrés liberadas por las glándulas suprarrenales son tan eficaces a la hora de suprimir el sistema inmune que, por ejemplo, los médicos se las recetan a los pacientes de trasplantes para que sus sistemas inmunes no rechacen los tejidos extraños.
¿Por qué la naturaleza lo diseñó así? Imaginemos que estamos caminando por la selva algo debilitados porque nuestro organismo está luchando contra algún agente infeccioso, cuando de repente nos cruzamos con un tigre hambriento. El organismo humano debe priorizar ponernos a resguardo del inminente peligro por sobre la lucha contra la infección. Para ello, inactiva momentáneamente este último sistema con el propósito de poner toda su energía en el desencadenamiento del primero. Ya tendrá luego tiempo para seguir luchando contra la infección; ahora debe sobrevivir a toda costa. Sentimos un shock de energía sorprendente, y nos ponemos a resguardo con increíble velocidad. En los instantes que duró la huida, prácticamente no experimentamos ningún malestar o debilidad grave vinculados con nuestro anterior estado patológico, por los motivos antes mencionados. Ni bien pasa el peligro, vuelve a activarse el sistema inmune, y la debilidad general producto de esa lucha interna vuelve a hacerse sentir con la intensidad previa.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando las personas están siendo sometidas todos los días, a cada hora, sin descanso, a un bombardeo de estímulos de peligro que atentan contra nuestra supervivencia básica en el medio social? La política sanitaria adoptada por nuestros gobiernos asesorados por la OMS y vaticinada a perpetuidad en todos los medios de comunicación es, desde el punto de vista de la biología humana, un auténtico generador y sostenedor de un estrés crónico. Los titulares con su conteo de muertos y contagiados, las imágenes de personas débiles y convalecientes desfilando como zombies por los hospitales atiborrados de gente, las constantes noticias del peligro de nuevas cepas, las amenazas de cuarentenas y encierros, la separación de nuestros seres queridos, la pérdida de un trabajo, el temor a perder derechos y libertades si no accedemos a vacunarnos, el miedo constante al medio social en donde el prójimo es interpretado siempre como «amenaza» (posible contagiador), todo esto y mucho más constituyen estímulos desencadenantes que activan el eje HPA, pero no de manera aguda y localizada, sino crónica, vaga y omnipresente. El efecto fisiológico: agotamiento generalizado, desarrollo de síntomas múltiples (como hipertensión o insomnio) y disminución del funcionamiento inmune. La consecuencia de la activación del eje HPA es nada menos que una reducción de nuestra habilidad para combatir enfermedades.
Pero por si todo esto fuera poco, parece existir una correlación entre el estrés crónico y… la estupidez.
En efecto, la activación del eje HPA reduce nuestra capacidad de pensar con claridad, de manera calmada, lógica y racionalmente. Como durante un peligro o amenaza aguda se requiere que la información sea procesada rápidamente y, dado que el funcionamiento de la parte del cerebro encargado de la lógica es muchísimo más lento que la parte encargada de las funciones reflejas, las hormonas adrenales del estrés constriñen los vasos sanguíneos del cerebro anterior (el centro del razonamiento lógico) para reducir su funcionamiento, con el objeto de maximizar las posibilidades de supervivencia. Además, estas hormonas frenan la actividad de la corteza prefrontal, el centro del pensamiento consciente, para poner énfasis en el cerebelo que es el encargado de las funciones reflejas vitales.
Por lo tanto, ante una campaña de terrorismo sanitario no sólo se ve afectada nuestra salud sino también nuestra lucidez mental. Esto tal vez explique —en parte— el motivo de la generalizada falta de sentido común y cuasi estupidez que se ha viralizado desde el inicio de la emergencia sanitaria. La gente está tan estresada que no piensa correctamente. La irracionalidad rotunda de muchas conductas hoy consideradas normales es una demostración de este atontamiento de la corteza prefrontal. ¿Cómo explicar si no el que una persona lleve tapabocas mientras conduce su vehículo a solas? ¿O que alguien realice deportes al aire libre con un barbijo puesto? ¿O que en un mismo hogar un matrimonio no comparta el mismo mate «para no contagiarse»?
En conclusión, la llamada «nueva normalidad», si bien es irracional, subnormal y subhumana, es vista como algo razonable o necesario por las personas cuyo funcionamiento cerebral —además de su sistema inmune— ya ha sido afectado por este sometimiento a un estrés crónico.
Continuará…
[1]Bruce H.Lipton, La Biología de la creencia, pag. 206, Editorial Gaia.
[2]Bruce H.Lipton, La Biología de la creencia, pag. 208, Editorial Gaia.
(*) Escritor e investigador. Autor del libro «El Relato Pandémico». Conseguir su libro y ver entrevista al autor con clic aquí.

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