El Carlo… y la tercera

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Escribe: David Rey

«¡Qué hacé, Davíiii…!», me saludó, casi que como siempre… ya que lo noté algo ‘maltratao’ al muchacho.

Me resumió, más con gestos que con palabras, que por la mañana no había ido a trabajar. Me dijo que había estado «hecho bolsa», justamente.

Qué te pasó, le pregunté… mientras corría esas grasientas cortinas de siempre. Mi mujer me había mandado para que compre alguna costilla y algo de carne magra. Y no sé qué más quería… Lo más probable era que el Carlo hubiera pasado por una noche de excesos… Pero no.

«Ayer me puse la tercera», me dijo, «me mató, loco…».

No lo miré con extrañeza. Inmediatamente entendí por dónde venía la mano. El Carlo… estaba a media máquina, y se notaba.

– Y para qué carajo te pusiste la tercera -, lo reprendí. Pero no lo dejé empezar: – Vos sos un pelotudo. Estuviste un año y medio sin vacuna y no te enfermaste. Ahora no te podés tener. ¿Me podés explicar para qué mierda te fuiste a vacunar?

El Carlo meneó la cabeza repetidamente como aceptando que uno lo rete. Como quien se confiesa.

«Y, viste…».

El Carlo hace las veces de custodio en la carnicería del barrio. No es mal tipo, y ese trabajo de veras que lo ayudó mucho para encaminarse. Como ocurre a menudo, esa ocupación le dio la posibilidad de convertirse en una persona seria. No se lo vio más con rateros ni nada. Y allá, en el barrio… esto es verdaderamente un milagro, créanme.

– Ahora, ¿cómo estás? -, le pregunté, porque el Carlo de veras que estaba como que se caía.

«Estoy ahí, viste…», se quejó. «Esta mañana no me pude levantar. Todo me dolía… La cabeza, el cuerpo… Todo. Tenía chuchos de frío, volaba de fiebre. La tercera me mató, te juro… La más jodida, como dicen. Y es verdad».

Yo insistí, ya con medio cuerpo adentro de la carnicería: ¿Y para qué carajo te la fuiste a poner, boludo?

Hubiera sido interesante observar sus ojos, pero unas densas gafas de sol -las de siempre, quizás hasta dormía con ellas- obstruían el pleno discernimiento de aquella expresión definitivamente vacía:

«Y, porque… viste… es como una obligación», dijo.

Un kilo de costillas, y que te corte un kilo de nalga, o peceto… si tiene, retumbaba la voz de mi mujer en algún recoveco de mi cabeza. No quería darle el gusto de olvidarme de algo. Pero nunca había peceto ahí… En fin, cada vez que iba a la carnicería terminaba haciendo lo que yo quería, pero ojo… la carne acababa de aumentar (como siempre), y no era cuestión de hacerse el loquito. Y después pasá por la verdulería: cebolla, lechuga, tomates y batata (que las personas normales llamamos camotes). ¡Ah, y que le tenía que decir al carnicero que me avise cuando tuviera riñones… fresquitos, no esos que parecen cascotes ensangrentados!

– Carlo -, lo miré fijo, grave -, ¿quién mierda te obliga a que te vacunes?

Allá, en el barrio, hay gente buena. La mayoría. Pero todo el mundo vive con miedo, más que con miedo, con cuidado. Es tierra de dos o tres rufianes, los de siempre. Pero la gente es buena, maravillosa, sencilla… Vieran cómo el trabajo los endereza. El Carlo está ahí para que ningún «cacuija» se haga el vivo, ¿eh? Siempre es el primero, y el último en irse. Y eso que antes… no dabas ni dos pesos por el Carlo… Pero el Carlo se sienta en la entrada, y ahí no pasa más nada. Eso sí, no labura, no cobra. Le descuentan con una calculadora científica… De ahí que el trabajo lo haya recuperado de «la tercera», ¿no? «La más jodida, como dicen».

«Y… ¡es obligación vacunarse!», insistió, como si me dijera que el agua moja y que el aire se respira.

Que no tenga mucha grasa la costilla, que si había pechugas de pollo que me gusten, que los chorizos Paladini, pero que ahí no tienen… Y después, a la verdulería. Entonces, retiré mi cuerpo de la carnicería y me desembaracé totalmente de esas pesadas cortinas de siempre, lo miré a las gafas… y yo también volví a insistir:

– Pero Carlo… ¿quién te obliga? ¡No te enfermaste nunca durante la pandemia! Te vacunás… y no podés estar parado. Hermano, ¡pensá! Decime, boludo… decime, ¿quién te obliga a que te tengas que vacunar?

Sí, había huevos en la heladera, para qué comprar. No sé para qué me pide tomates si quedaron algunos cherry, pero bueno, estas mujeres siempre tienen un domingo siete. Batata en lugar de camotes, por favor. Esta quiere que me tomen por maricón… Y la respuesta del Carlo fue… de veras, para alquilar balcones y resumir toda esta historia perversa, absurda y elocuentemente criminal en una sola frase MAGISTRAL. No pude ver sus ojos, pero sí noté su cansancio, su confusión y la inabarcable soledad de su alma, la de tanta, pero tanta gente… ¡Quién te obliga, Carlo!

«¡Qué sé yo…!», me dijo, y se sacudió como si espantara moscas.

La carne había aumentado… fin de mes. No estaba para hacer locuras, ojo. Huevos no, había.


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