Cuando la legitimación del terror proviene del mismo gobierno, ¿acaso no estamos ante una clara e inobjetable situación de terrorismo de Estado?
Terrorismo es toda aquella actividad que pretende desestabilizar el orden público. Según el diccionario (María Moliner), se trata del “uso de la violencia, particularmente comisión de atentados, como instrumento político”. Es el “dominio por el terror”. De esta suerte podemos decir que facciones políticas como Montoneros o ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), en la década del 70, hayan cometido actos de terrorismo, sistematizados – nada menos – como una herramienta para desgastar las garantías constitucionales y finalmente hacerse con la toma del poder. Más de 21 mil atentados terroristas, por parte las mencionadas organizaciones, sufrió nuestro país en la desgraciada época que aquí recordamos. El terrorismo es una acepción jurídica; es lo que es (detectable, juzgable y condenable).
El terrorismo de Estado, en cambio, es una concepción política; es lo que debería ser o pretendemos que sea. Mientras que el terrorismo no necesita de mayores elucubraciones para ser entendido, la idea de terrorismo de Estado, en cambio, conlleva elementos de corte sociopolítico para subsistir como concepto. Es que sugiere, en principios, un absurdo, ya que difícilmente un Estado vaya a practicar terrorismo para desestabilizarse a sí mismo. Los mentores del concepto de “terrorismo de Estado”, no obstante, entienden que el mismo consiste – en resumen– en un gobierno que mediante la estrategia del terror ambiciona perpetuarse en el poder y/o neutralizar las facciones políticas inconvenientes para cualquiera de sus propósitos. Así asumida, es una noción válida, y que de hecho se ha llevado a cabo en nuestro país desde tiempo inmemorial; el historiador José María Rosa estima que el primer hecho de terrorismo de Estado se resume en el asesinato de Dorrego por órdenes de Lavalle.
El terrorismo es un concepto fijo, estático, finito. El terrorismo de Estado, por el contrario, es una noción amplia, voluble, aleatoria. Lamentablemente, la plasticidad de esta expresión conlleva a que se lo utilice como «dé la gana», es decir, con arreglo a conveniencias ideológicas cuando no a meras distorsiones de la realidad. De esta suerte que el relato oficialista – en materia de historia reciente – prevalezca colmado de sendas omisiones como de deliberadas imprecisiones (todas ellas tendientes a reforzar la idea de que el Estado cometió terrorismo). La negación sistemática de que no hubo una guerra entre las FF.AA. y los ejércitos guerrilleros, la denominación de “víctimas” o de “jóvenes idealistas” a quienes cometieron atentados terroristas (21 mil) y la engordada cifra que enuncia 30 mil desaparecidos, resumen las macabras deformaciones históricas con que se busca plasmar la noción aquí discutida.
Si bien al Proceso Militar se le adjudica haber practicado el terrorismo de Estado, con igual criterio deberíamos juzgar que también lo cometió el ex presidente Héctor Cámpora, siempre que liberó 2 mil terroristas apresados en el marco de la ley y puso las instituciones nacionales a merced de las organizaciones guerrilleras. Por otra parte, habría que tener en cuenta que las bandas criminales de ERP y Montoneros también merecen dicha imputación, y por tres motivos: porque sus acciones terroristas tendieron a la toma del poder (Santucho prometía asesinar “un millón de burgueses” apenas derrocado el gobierno), porque – como lo comprueba el libro de Carlos Manfroni, “Montoneros: Soldados de Massera” – trabajaron mancomunadamente para la ESMA a las órdenes del Almirante de la Armada, y porque muchos de sus integrantes no sólo que HOY permanecen impunes sino que además ocupan cargos políticos o han sido beneficiados por la complicidad estatal.
Sin demasiados rodeos, debiera señalarse que el gobierno cubano del dictador Castro también cometió el mentado terrorismo de Estado ya que fue en su país donde mayormente los terroristas locales arribaron de a millares para entrenarse y equiparse con las técnicas y el armamento con los que luego sembrarían el terror en Argentina. La misma lente estamos obligados a utilizar para con los demás referentes internacionales que brindaron su apoyo a los asesinos seriales argentinos, como ser el chileno Salvador Allende – que cobijó al homicida Mario Santucho cuando huyó de la cárcel de Trelew – y el palestino Yasser Arafat – que brindó armamento, entrenamiento y logística nada menos que a Firmenich, entre tantos.
Va de suyo que la actual gestión kirchnerista, más allá de completarse por antiguos terroristas, guarda para los susodichos el mismo carácter de indulgencia, reconocimiento y sustento de los gobiernos que – tanto dentro como fuera de nuestras fronteras – cometieron terrorismo de Estado al apoyar y equipar la peor amenaza que sufriera nuestra Nación en todo el siglo XX. Así como el gobierno de Cámpora abolió la Cámara Federal en lo Penal – único organismo capaz de juzgar a los guerrilleros –, liberó 2 mil terroristas y les posibilitó infiltrarse en todas las dependencias gubernamentales (lo cual sintetiza la más sincera noción de terrorismo de Estado), el oficialismo actual hace lo propio al negarles entidad de criminales a los terroristas de entonces, al desoír sistemáticamente el reclamo de las víctimas del terrorismo, al recordar como héroes e “idealistas” a quienes lucharon por derrocar un gobierno democrático e instaurar una dictadura comunista, al indemnizar a las familias de los mismos subversivos, al encarcelar a miles de militares que lucharon contra la guerrilla, al brindar asilo político a terroristas extranjeros (por caso, el chileno Apablaza), al asociarse con gobiernos antidemocráticos y que han violado los DD.HH. (Cuba, Venezuela, Angola…), etc., etc., etc.
Si bien al actual terrorismo de Estado no se le imputan crímenes o desapariciones en el marco de cruentos enfrentamientos políticos (no existe hoy un conflicto armado entre las FF.AA. y las organizaciones guerrilleras), los anteriores señalamientos ilustran una tendencia difícilmente soslayable. Por otra parte, el convulsivo empeño con que se pretende ideologizar a la sociedad argentina sienta un precedente amenazante – más aún si sus promotores son ex guerrilleros o afines a los mismos –, siempre que el axioma más espantoso de una ideología consiste en pretender justificar lo injustificable, en otras palabras, legitimar al mismo terrorismo. Cuando la legitimación del terror proviene del mismo gobierno, ¿acaso no estamos ante una clara e inobjetable situación de terrorismo de Estado?
De la misma manera en que sería muy ingenuo y complaciente de nuestra parte suponer que sólo son terroristas aquellas personas encargadas de ejecutar un atentado (toda vez que los mismos necesitan sistemáticamente aunque sea de un mínimo de consenso), pecaríamos de exceso de inocencia si no advirtiéramos que en la encendida retórica kirchnerista – en lo que a setentismo refiere – abunda un recio tufillo terrorista. A muchos la resaca revolucionaria les llegó demasiado tarde, y luego de embriagarse hasta el hartazgo con los placeres de la suntuosa vida capitalista que ostentan. En definitiva, para sorpresa de muchos, el terrorismo de Estado no debería ser sólo una discusión en torno al pasado sino un asunto muy grave de nuestro presente.