La enorme difusión que obtuvo la nota que María Fernanda Megías publicó en Facebook – y que obligó a muchos medios de comunicación a, esta vez, no poder pasar por alto – debe entenderse como un tirón de orejas. Pues bien… ¿para quién ese tirón de orejas? ¿Para los miles de mercaderes de la memoria e idiotas útiles que viven insistiendo con el cuentito de los 30 mil “idealistas” desaparecidos? ¿Para los jerarcas del mito que intitulan, por ejemplo, “Sueños Compartidos” a la forma descarada con que se embolsan sumas multimillonarias? ¿Un tirón de orejas para un estafador a la inteligencia, por ejemplo, como Horacio Vertbisky, que luego de haber participado como activo terrorista hoy se desempeña como presidente del CELS (Centro de Estudio Legales y Sociales) y nos suele dar cátedra sobre DD.HH.? ¿Un tirón de orejas para esa cuasi subespecie humana que vive del dinero ajeno y que en Argentina conocemos bajo el nombre de “políticos”?
Por increíble que resulte, para ellos no es el tirón de orejas de Fernanda Megías. No tendría sentido. Aquello que suele funcionar al momento de corregir las desviaciones de una persona de bien, de poco serviría en aquél cuya propia naturaleza lo predispone al chantaje permanente. ¡No hay tirón de orejas que valga!
El tirón de orejas de Fernanda, en verdad, es para nosotros, que bien sabemos que nos hemos distraído de la verdad y de nuestra gran responsabilidad con ella. Y la verdad no es que todo lo que diga Fernanda sea cierto (ella habla como la hija de un Preso Político, con diabetes y problemas del corazón); la verdad no es algo dicho frente a lo cual debemos aprobar sin dudas ni cuestionamientos.
Otra vez: la verdad no es lo que alguien dijo o hizo. La verdad es lo que nosotros hagamos porque sea cierto o falso. Y ahí es donde fallamos. Ahí es donde dejamos ganar espacio a la mentira, inmiscuyéndose raudamente en nuestras vidas, nuestras amistades, nuestras familias, nuestros trabajos. La verdad es acción, y en este país muchos argentinos hemos agachado la cabeza mientras la estafa se erigía frente de nosotros.
Mientras que la verdad, pues, tiene hacedores, la mentira tiene repetidores. Los hacedores de la verdad hemos permanecido impasibles mientras la mentira se repetía incontablemente. Y hoy ocurre en todos los ámbitos que, por ejemplo, negar la cifra de 30 mil desaparecidos o afirmar que en los 70 hubo una guerra es equivalente a suicidarse socialmente, pues todo el holgazanerío en derredor ha de señalarnos de inmediato, disparando toda clase de anatemas que ni al mismo demonio endilgarían. La verdad quiere cambiar el mundo; la mentira, mantenerlo así tal cual; y la verdad es que hay mucha gente que perdió el entusiasmo por hacer algo que sirva de legado.
Fernanda Megías, por su parte, simplemente se propuso enfrentar no tanto a la mentira y a sus repetidores como a ese vastísimo pueblo cuya abulia lo presenta triste y vulnerable. Sus palabras (que encierran un grave reproche) también pueden leerse como un pedido de auxilio. ¿Y a quién ha de pedirle auxilio Fernanda, a los carceleros de su padre – otrora, los impiadosos carceleros de Larrabure – o a este pueblo que suele observar de soslayo el padecimiento del prójimo?
Quienes lucran con la mentira, han de permanecer lógicamente inconmovibles en ello; es la opción que les reditúa. El idiota útil – esa mayoría invariable entre los argentinos – ha de dirigir sus emociones según sople el viento; no tienen otra opción. Y los políticos – obra y resabio de los anteriores respectivamente – no tendrán el valor de tomar una postura (ni de al menos mencionarla) que consiga un “¡hurra!” por cada diez “¡uuuhhh…!”. Lejos de la indignación que esto pueda ocasionarnos, debemos entender una cosa: la verdad no es para ellos… y por la sencilla razón de que son indignos de semejante honor. En otras palabras, ¿cuánto valdría la verdad en voz de un mentiroso?
La verdad es para nosotros, los que aún poseemos la perspicacia de descubrirla y el coraje de llevarla adelante cueste lo cueste. Y es a nosotros a quién Fernanda Megías dirige su auxilio, su reproche y, también, su esperanza. El país que hoy le toca sufrir a ella (como a miles de argentinos), no es el mismo país que se vislumbra en los deseos de Fernanda. En el primero, está ella sola; en el segundo, estamos todos.
María Fernanda Megías es la hija de un militar retirado que el gobierno kirchnerista, arguyendo razones hipócritas, ha encarcelado de forma inclemente, como a tantos más. Lo metieron preso sólo por haber realizado el sumario de un enfrentamiento entre el Ejército y la organización terrorista Montoneros; para nuestra Justicia eso solo ya es motivo para meter en prisión a una persona de más de 60 años, con problemas cardíacos y diabetes (mientras que por otro lado deja en libertad a criminales reincidentes).
Pero Fernanda no es una más del montón, no, no. Ella no se iba a quedar callada, por supuesto que no. Y esta vez le tocó bien de cerca. ¿Puso Fernanda el grito en el cielo, como ahora, cuando encarcelaban a los demás militares? No lo sé, no lo sabemos… ella lo sabrá. No es asunto nuestro. Lo que sí es asunto nuestro, y lo que sí estamos en condiciones de saber bien es que ya no tenemos más excusas. Llegó la hora de poner el grito en el cielo.
Somos nosotros, o son ellos. No seamos ingenuos… ¿quién ha de seguir después de los militares? Ya se encargaron de vulnerar nuestra Justicia, ya se han quedado con prácticamente todos los medios de comunicación, ya encarcelaron a los militares… ¿quién sigue?
¿Y qué estamos esperando?
El tirón de orejas de Fernanda Megías es un grito. Una advertencia. Un camino. Y es un grito tan pero tan noble que nos presenta una disyuntiva fácilmente discernible: o HACEMOS la verdad, o continuamos la mentira.
O nos sumamos al cambio, o esperamos a que también vengan por nosotros.
Sabrá el lector qué camino tomar.