Escribe: David Rey
¿Cómo explicaríamos que, en Estados Unidos, pretendidamente la democracia más poderosa del mundo, hasta la década del sesenta haya sido “legal” que hubiera autobuses exclusivos para gente negra, o que ésta tuviera vedado el ingreso a lugares exclusivos para blancos? Porque lo “legal” o lo “ilegal” (lo que está penado o no por la ley, en resumen), siempre viene “detrás” de lo cultural, es decir, de lo que emana del concierto de valores, usos y costumbres de una sociedad. Un ejemplo más brutal, pues: en la democracia del tío Sam, por más enervante que resulte, fue “legal” que los negros fueran esclavos, y nadie iba preso por tener esclavos… hasta que la evolución misma de ciertos paradigmas occidentales tornó inaceptable dicha práctica, como en todo el resto del mundo. La justicia, pues, la hacen los hombres… Los jueces, sólo la administran.
En la Argentina actual nos encontramos con una cuestión compleja en lo que respecta a los militares, policías y civiles injustamente encarcelados (secuestrados, podríamos decir) en el marco de los mal llamados delitos de lesa humanidad. A diario las personas compenetradas en este tema solemos reprocharle al gobierno de Javier Milei -con toda “nuestra” razón- lo poco que hace por revertir esta aberración de la Justicia, aunque sin reparar en que el cambio que pretendemos necesariamente debe darse dentro de una transformación cultural que reivindique nuestros valores republicanos y que, luego, “obligue a los jueces” a fallar conforme a los intereses y exigencias morales de la sociedad.
Lo cierto es que, de Alfonsín a esta parte, la historia argentina no ha sido más que un sistemático derrumbamiento de los valores morales y educativos que hacen relevante el peso de una sociedad ante el poder decisorio de “los jueces” o, más bien, de la justicia. Al argentino -habitante alguna vez de una de las naciones más alfabetizadas del mundo- dejó de importarle la justicia, aplanó su lenguaje y acotó su norte moral; el horizonte de arquetipos donde resplandecían nombres como el de San Martín, Borges, Sarmiento o Jauretche -amén de sus fatales diferencias-, fue remplazado por variopintas caricaturas o adefesios vomitados y promocionados hasta el hartazgo por la televisión. La degradación cultural descrita tornó “mala palabra” lo “militar”, la Fe pasó a ser cosa de “chupa hostias”, la educación algo exclusivo de refinados y el patriotismo que otrora se ejemplificaba en su forma más plena con dar la vida por el país viró al vergonzante esquema psicológico de celebrar un gol con la mano o cantar el himno como si fuéramos simios monosilábicos. El país del tango y de Piazzola, pasó a revolverse al ritmo mefistofélico de cumbias obscenas o chabacanas.
Claro que esta rápida involución cultural nos iba a traer una “justicia” acorde a nuestras pobres exigencias morales.
Milei
Con sólo diez meses de gestión, el gobierno del presidente Javier Milei ya ha dado sobradas muestras, no obstante, de un esfuerzo denodado por reformular la pauta cultural como el esquema mental de los argentinos, ya sea atacando -como puede- el hábito de “vivir de arriba” o del Estado o, más temerario aún, reducir la injerencia de este último no sólo en la vida sino, además, en la psicología de los argentinos. Es que un ciudadano menos dependiente del Estado es, a la postre, un argentino capaz de valerse más de sí mismo como de dar más de y para sí mismo, y es este simple planteo la piedra basal respecto de lo cual ha de erigirse cualquier cambio cultural DE VERDAD y lo único que nos llevaría a ser relevantes al momento de influir, como una sociedad libre y con autodeterminación, para lograr una justicia saneada y consecuente con nuevos paradigmas. En resumen, tiene más para exigir aquél que da que, lógicamente, quien recibe todo -del Estado- de forma menesterosa.
En el caso que nos importa -la “cuestión militar”-, las señales son bien alentadoras. Y las hubo bien desde el principio con la incorporación de Victoria Villarruel nada menos que como vicepresidente, hija ella de un Veterano de la Guerra de Malvinas y abanderada, nada menos, que de las víctimas del terrorismo en Argentina, es decir, de aquellos familiares de quienes fueron asesinados por los criminales cuyos herederos ideológicos son los que tomaron el timón de la justicia que soltaron las gráciles manos del pueblo argentino. Redundar sobre lo que esto significa -en la reconstrucción cultural- y traer a recuento todo lo que se realiza porque “lo militar” deje de ser mala palabra sería invertir explicaciones en vano: sólo un ciego, o un mentecato, no lo podría ver.
La “no agenda”
Pero no todo reluce desafiante en la gestión de Milei, por cierto. Ya son varias las veces que el presidente ha escogido por “despegarse” de la cuestión respecto de la injusticia que implica la flagrante irregularidad en torno a los Veteranos de la Guerra contra el Terrorismo. Hace poco, por ejemplo, cuando le consultaron qué pensaba respeto de que su vicepresidente haya dicho que quería “abrir las causas contra los montoneros” (ni más ni menos que lo mismo que se hizo con los militares vencedores), Milei gambeteó, algo timorato respecto de lo que nos tiene acostumbrados: “No es mi agenda”, dijo.
Si bien lo destacable de dicha respuesta es que el presidente acepta “otras agendas” en su gobierno en lugar de descartarlas o negarlas directamente, lo decepcionante de dicha contestación es que el presidente considere como ajeno a “su agenda” algo que compete nada menos que a la reconfiguración de esa justicia de mendigos y rufianes que adolece nuestro país, más allá de los militares. Es que no importa que los detenidos sean “los milicos” o lo que fuere, lo que importa es la injusticia en sí, y que tiene lugar dentro de su misma gestión. ¿O acaso el presidente la convalida?
Igual de lamentable resulta percibir cierto “indebido respeto” que el presidente, después de todo, profesaría hacia uno de los más repugnantes axiomas de aquel catecismo con que la izquierda, al tiempo que se mantiene impune de sus felonías y da cátedra de derechos humanos, por otra parte, le permite sostenerse en los principales lugares de poder -la justicia, precisamente- y, por ende, someter con sus absurdos antojos a todo un país. Que el hombre que se ganó el favor de medio país con su estrepitoso grito de “¡zurdos hijos de p…, tiemblen!” no se anime a correr a los zurdos en lo que hace al verdadero interés de estos, presenta una triste consecuencia, ya que se ve fortalecida la inquina contra los militares presos (todo lo que hacen y piensan los zurdos está mal, pero “eso” está bien. Hasta el mismo Milei los avala, nada menos).
El presidente, quien seguramente no debe desconocer el nivel superlativo de irregularidades inconstitucionales que debieron tener lugar (y que tienen lugar) para que se encarcele a los militares con el cuento de la “lesa humanidad”, debe saber, también, que dicha vicisitud no se circunscribe a este asunto en particular sino que condiciona el funcionamiento integral de toda la justicia (en todos los órdenes) y, por ende, pone en riesgo el buen funcionamiento de las instituciones en general como la libertad de los argentinos. Sencillamente, que este asunto no sea de “la agenda” del presidente es algo que entristece el corazón de todo argentino que sueñe con vivir en un país con justicia, más allá de los militares detenidos y de quienes nos lamentamos por lo mismo. No es por los militares, es por la justicia y es por todos nosotros.
La “singular singularidad”
Claro, empero, que en un país con libertad económica donde se fomente el crecimiento del que trabaja y arriesga por su país en lugar de esquilmarlo con impuestos y demás latrocinios -y donde el Estado «le saque la pata de encima» a los jueces-, es sólo cuestión de tiempo para que el ser productivo se imponga respecto del improductivo y, en consecuencia, termine por configurar la pauta cultural que fije el norte de la justicia. Pero hay una “singular singularidad” que torna urgente una medida por parte del presidente más allá de los tiempos que lógicamente requiere una metamorfosis cultural: y el hecho es que, en las cárceles, los viejos se están muriendo y no pueden esperar más.
En realidad, tal es el grado de pudrición de la justicia argentina como el nivel de decaimiento moral de la población en general, que posiblemente todos los buenos laburantes nos muramos sin llegar a ver ese cambio lógico e inevitable que sobrevendría alguna vez. Por consiguiente, se impone un mayor esfuerzo por parte del gobierno en el sentido de hacer lo propio, de verdad (con hechos, no sólo con palabras), para realmente desarticular el principal sostén de los corruptos en Argentina: paradójicamente, la justicia.
Si, como el mismo presidente dijo, su anhelo consiste en llevar a cabo “el mejor gobierno de la historia” para convertir a la Argentina en “el país con mayor libertad del mundo”, va de suyo que dicha realización, por lo menos, se vería afectada por una enormísima mácula al ser también esta gestión cómplice de la peor injusticia de nuestra historia y de estar manchada por la sangre de aquellos hombres a los que debemos la libertad -antes que al mismo Milei- y que, por causa de dicha gesta, sacrificaron gran parte de su vida injusta, ilegal e inconstitucionalmente secuestrados. Mientras la sanguinaria parodia de la “lesa humanidad” tenga lugar, mientras el gobierno “no se le anime a los zurdos” en lo verdaderamente importante, todo esfuerzo por hacer de Argentina “un país como Irlanda” es, simplemente, una mera ilusión que no se sostiene más que en expresiones de deseo.
Todo lo dicho, sin embargo, está vertido desde un lugar de esperanza debido a que, por la pasión con que abraza los objetivos que sí se propone, por el estoicismo que le es característico y por el deseo que tiene por dejar al país “encaminado”, sí podemos al menos esperar del presidente Milei una “consideración” en el sentido que nos preocupa. Debe tener presente nuestro jefe de Estado lo que su admirado presidente Carlos Menem hizo en función de pacificar este país y de empezar a mirar para adelante, es decir, cuando indultó tanto a terroristas y a militares para terminar de perder el tiempo con las porquerías de un pasado que, miremos desde donde miremos, nadie podrá hacer nada para cambiarlo. Ahora le toca al León hacer lo propio por volver a lograr que los argentinos miremos para adelante; las Fuerzas del Cielo lo trajeron, sin duda, para este propósito tan urgente como sagrado.
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