«El 2 de marzo de 1997 Bruno Gentiletti estaba con sus padres y hermanos disfrutando de un día de playa en Rosario. Mientras los pequeños jugaban Bruno desapareció, y desde ese momento es buscado intensamente por sus familiares». Así reza el comienzo de uno de los tantos artículos que se han escrito al respecto. Como muchos otros esfuerzos periodísticos, prosigue con que acaso se renuevan las esperanzas de hallarlo, pero finalmente todo queda en veremos.
Al momento de desaparecer, Bruno contaba con 8 años. Las aguas del río Paraná le habían inspirado cierta repugnancia infantil, ya que eran densas y marrones; además de que por atender sus oídos – había sido operado por otitis secretoria – debía ser cuidadoso en cualquier incursión natatoria, lo cual se resumía en no adentrarse sin la compañía de sus padres o alguno de sus hermanos. Marisa Olguín, su madre, lo recuerda descalzándose recién bajado de la camioneta que los trajo desde Las Rosas (Santa Fe); habían llamado la atención del pequeño unas gitanas que merodeaban la zona menudamente concurrida de gentes.
Claudio Gentiletti se metió al agua con sus otros cuatro hijos, mientras que su mujer lo haría llevándose consigo a Bruno. Aquel domingo habían optado por pasarlo en la Florida para festejar el cumpleaños de uno de sus hijos, Franco. En el camino que los conduciría a Rosario, por la Ruta 34, los esposos conversarían al respecto del futuro de la familia; entre ellos las cosas no marchaban del todo bien. A los 25 años Marisa Olguín ya había sido madre de cinco hijos, y no tiene pelos en la lengua a la hora de ilustrar sus pesares cotidianos: «Vivía aturdida. Trabajaba todo el día; los chicos iban a la escuela en doble escolaridad; teníamos la casa en el campo y llegábamos tarde a la noche y los bañaba juntos porque nunca alcanzaban las horas» (sustraído de). Encima, el rompimiento con su marido se presagiaba con las típicas características del desgaste: Claudio prácticamente ya no vivía en casa con su familia.
Una vez en el agua, Bruno le diría a su madre que se había olvidado los tapones para los oídos, los cuales usaba incluso para bañarse. Inmediatamente el pequeño regresó a la arena. Llegado el mediodía, Marisa los reunió a todos para comer una vianda ligera. Todos, excepto uno. Lo último que se supo de Bruno es que había ido a jugar al tobogán, descalzo, en cueros y con un pantaloncito verde.
Bruno hoy tendría 21 años. Bueno… Marisa se enojaría de leerlo así. Para ella, su hijo «TIENE» 21 años. Para ella, para sus otros hijos, para su ex-marido, para el resto de los familiares y, con seguridad, para todo aquel que nunca quisiera que le arrebataran un hijo. La foto que completa este artículo es una estimación («Progresión de edad»), realizada en los Estados Unidos por International Center for Missing & Exploited Children, de cómo sería hoy Bruno Gentiletti.
Narrar los momentos de desesperación que vivió la familia aquel domingo de Marzo, ahondar las vagas estimaciones que la policía dio al respecto de que se lo habría llevado el Paraná, remover las desidias del Juez que prefería darlo por muerto a declararse incompetente, evocar las mil y una hipótesis mentadas tanto en Las Rosas como en toda Argentina, incluso ilustrar las heroicas peripecias de Marisa de una punta a otra del país buscando a su hijo, sería, sencillamente, seguir repitiendo lo mismo. Lo mismo de siempre. Lo mismo de siempre porque esto no es la primera vez que sucede. Y lo más indignante de todo, al menos para los que no conocimos a Bruno ni tenemos contacto alguno con su familia, es precisamente esto: lo más indignante es que no es la primera vez que sucede.
Narrar los momentos de desesperación que vivió la familia aquel domingo de Marzo, ahondar las vagas estimaciones que la policía dio al respecto de que se lo habría llevado el Paraná, remover las desidias del Juez que prefería darlo por muerto a declararse incompetente, evocar las mil y una hipótesis mentadas tanto en Las Rosas como en toda Argentina, incluso ilustrar las heroicas peripecias de Marisa de una punta a otra del país buscando a su hijo, sería, sencillamente, seguir repitiendo lo mismo. Lo mismo de siempre. Lo mismo de siempre porque esto no es la primera vez que sucede. Y lo más indignante de todo, al menos para los que no conocimos a Bruno ni tenemos contacto alguno con su familia, es precisamente esto: lo más indignante es que no es la primera vez que sucede.
Utilicemos a Bruno, entonces, como una referencia. Desde el día en que lo arrebataron a sus padres, ¿qué es lo que se ha hecho al respecto no sólo para encontrarlo sino también para que algo así no le ocurra a las demás familias argentinas? Al menos, ¿han disminuido los delitos tales como el secuestro de personas, tráfico ilegal de órganos, trata de blancas, trabajo infantil y otros tantos por el estilo?
Se entiende, entonces, que haya mucha gente que crea que a Bruno se lo llevó la correntada y que hoy «tendría» 21 años. El dolor, la propia culpa y otras cosas son, según esa gente, los responsables de que Marisa no quiera ver la realidad y siga buscando a su hijo. Pero lo que sí ve Marisa y los otros no ven (ni quieren ver) es el decepcionante clima de indolencia que nubla los sectores institucionales destinados a proteger el destino de las personas. Pero no les vamos a dar el gusto: millones de argentinos vemos exactamente lo mismo que ve esa madre invencible.
Para los que ya no queremos que cosas así vuelvan a suceder, entonces sí: Bruno está vivo.
Y «tiene» 21 años.