La hipocresía pacifista en torno a Venezuela

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Maduro

¿Qué clase de «solución institucional» podemos esperar de un gobierno que reprime a su pueblo, que expropia sin miramientos, que ha «institucionalizado» la violencia callejera y que encarcela a opositores?


David ReyPor David Rey

Tiempo hace que se ha puesto de moda ya sea tanto una expresión como una conducta colectiva correspondiente con la misma: manifestarse pacíficamente. De ahí que tanto en Argentina como en Venezuela – por no citar otros lugares del mundo – con cierta frecuencia sale la gente a la calle, en grupos considerablemente masivos, a “repudiar” tal o cual medida gubernamental cuando no al mismo gobierno. Golpear una cuchara contra una cacerola, el modus operandi de estas “patotas golpistas”, ha ingeniado enternecedoras denominaciones del tipo “cacerolazo” o “caceroleros”.

No está mal.

El caso es que obligadamente todo aquel que vaya a manifestarse (contra lo que sea) ha de muñirse no tanto de utensilios de cocina como de una palabra mágica y salvadora: “pacifista”. Todo tiene que ser pacifista, el pacifismo lo legitima todo. De golpe y porrazo nos hemos convertido en devotos de Gandhi y de su “no violencia”. Por su parte, la corruptela política de prácticamente todas las latitudes también coincide al unísono: todos concuerdan, desde el Olimpo de la sacra legalidad, en exigir “una solución institucional” o algún otro fetiche por el estilo. Todo el mundo en contra de la violencia.

Lo cierto es que mientras la gente hace alboroto con proclamas y cacerolas, y mientras los dirigentes empeñan algún dinerillo para que sus legalistas amonestaciones ocupen algún titular, el gobierno venezolano no sólo que durante todo este tiempo se ha armado hasta los dientes, sino que además ha recibido el apoyo de 60 mil soldados cubanos misionados para custodiar la “revolución bolivariana” (y los barriles de petróleo que sostienen la dictadura militar de la isla). Mientras el pacifismo inflama los corazones de quienes exigen la renuncia del presidente Maduro, el presidente Maduro no tiene ningún resguardo en utilizar todas las armas a su alcance y todos los medios posibles para reprimir y desmoralizar “las hordas fascistas” infiltradas en sus país.

Y la verdad que el pacifismo es una gran cosa. Pero el pacifismo (el de Confucio, el de Gandhi, el de Mandela) es una gran cosa cuando es utilizado para “resistir” un ataque, un avasallamiento o una humillación. Cuando, en cambio, el pacifismo es – como hoy – utilizado para sostener, afianzar y perpetuar un estado de cosas tendientes a someter la voluntad de un pueblo… es, sin dudas, una hipocresía. El Socialismo del Siglo XXI, con gran empeño, ha sabido inyectar la hiel de un pacifismo espurio, más ideológico que verídico, con la sistemática finalidad de neutralizar la resistencia de los electores y así procurar un sometimiento tan certero como eficaz en el tiempo.

Cierto, pues, que el mentado pacifismo poco lugar ha tenido en la historia de aquellos países que necesitaron unirse en fuerzas y acabar con algún tirano. No fueron pacifistas los criollos que impidieron las invasiones inglesas, tampoco quienes por cuyas espadas libertaron todo un continente. Por cierto que tampoco los santificados héroes de las revoluciones «latinoamericanistas» han sido muy pacifistas que digamos, a no ser que el «hemos fusilado, fusilamos y fusilaremos» antes que por el «Che» Guevara haya sido entonado por algún grupete de Monjas Carmelitas.

Sin ir en desmedro del buen pacifismo (es decir, el que tiene por objeto la probable rendición del enemigo por medio de la resistencia no violenta), el pacifismo actual más bien ha tenido un papel tan contraproducente como lamentable en varios países de América latina: pacíficamente los venezolanos se tuvieron que aguantar que Chávez captara las Fuerzas Armadas y que encima formara milicias armadas con civiles comunes y corrientes; pacíficamente los argentinos hemos tolerado el desmantelamiento y la desmoralización de nuestro Ejército, como asimismo que abyectamente se juzgue y encarcele a quienes nos libraron de la recua marxista en los años 70.

El pacifismo es cosa de valientes (de gentes que, como Cristo, ofrecen la otra mejilla; de gentes que, como Gandhi, se bancan los azotes del prójimo). El pacifismo, empero, no es cosa de cobardes. Hoy, lo que vemos en Venezuela… no es una “manifestación pacífica”; es, mejor dicho, una manifestación tan indefensa como henchida de impotencia. El tirano se les ríe en la cara; se ha capitalizado para sí las fuerzas que son propias del pueblo, e incluso las ha engrosado con una inyección de 60 mil soldados cubanos.

¿Podría, no obstante, darse una “salida institucional” en Venezuela por obra y arte de las cacerolas? Pues por supuesto que sí. Que Michelle Bachelet haya repudiado por Twitter la situación en Venezuela, y que Dilma Rousseff guarde mezquino silencio respecto de la brutal represión de Maduro, son indicadores de que el Socialismo del Siglo XXI contempla una posible caída del presidente bolivariano ante tanto descrédito en todo el mundo. Pero atentos a una cosa: que caiga Maduro no significa que vaya a caer el régimen, el mismo que ha expropiado a diestra y siniestra, que ha llevado las cifras de inseguridad y homicidios a niveles estratosféricos, y que, a pesar de ser el país con mayores reservas petrolíferas del orbe, ha hundido a Venezuela en una vergonzosa e inexplicable crisis energética. En fin, las cacerolas… pueden tumbar a Maduro, cada vez más solo y desacreditado, pero difícilmente vayan a cambiar una tendencia ociosa y corrupta sólo corregible mediante el imperio de la fuerza como de medidas drásticamente impopulares.

Por su parte, el resto de la caterva populista latinoamericana, inspirados en una falsa solidaridad para con el pueblo venezolano, atento está a que todo cambio posible en Venezuela (inminente ya) de ningún modo destartale la fatua entelequia socialista que narcotiza el continente. Ninguno de los dirigentes que subscribe sobre la grave situación en Caracas está interesado en otra cosa que no sea en, a pesar de Maduro, seguir sosteniendo este mismo orden de cosas que garantiza sus cómodas bancas y sus lacrimógenos relatos populistas. Nótese la hipocresía: al unísono insisten con una “salida institucional”, mas… ¿qué clase de “salida institucional” puede esperarse de un gobierno que reprime a su pueblo, que censura a la prensa, que expropia indiscriminadamente, que encarcela a opositores y que ha, justamente, institucionalizado la violencia callejera? ¿Cuál es la “institucionalidad” que debe conservarse en Venezuela?

El cambio, en Venezuela, es inminente. Lo que está por verse es la magnitud y la eficacia del mismo. Estos días significarán un grave debilitamiento para Nicolás Maduro, que deberá reacomodar sus políticas o ceder el poder. Más que nunca es necesario que este florecer venezolano se instituya como un tornado capaz de vencer el régimen más allá de Maduro y sus cómplices populistas. Podrán las cacerolas cambiar un presidente, pero necesariamente el destino de un país ha de corregirse por la fuerza… de un pueblo convencido en no volver a creer en patrañas.