El canciller argentino, mientras que condenó el proceder del ejército israelí, legitimó los ataques terroristas de Hamas.
Oriente Medio se ha convertido – otra vez – en un polvorín de película desde que el gobierno israelí decidió responder, por medio de la fuerza militar, al incesante ataque terrorista por parte de Hamas y que hace estremecer a buena parte del territorio hebreo. Al momento, las muertes se contabilizan de a centenares y el pronóstico no puede ser menos que sombrío: las treguas que exige la comunidad internacional son repetidamente violadas desde Palestina, lo que necesariamente obliga al primer ministro Benjamín Netanyahu a responder de forma cada vez más implacable.
Como siempre en estos casos, el conflictivo escenario sirve de punto de partida para un intenso debate global que va desde la lamentación por las víctimas inocentes en Palestina a causa de la represalia hebrea a la reivindicación sin reparos (casi ultra nacionalista) de la avanzada militar de las Fuerzas de Defensa de Israel. Tristemente las opiniones, por lo general, no suelen ser imparciales toda vez que se dictan en función de miserables preferencias ideológicas que agigantan un hecho mientras que relativizan la gravedad de otro. No puede ser más ilustrativa, entonces, la postura que ha elegido plasmar la cancillería argentina.
La cartera encabezada por el canciller Héctor Timerman se expidió duramente contra el gobierno de Tel Aviv al condenar “el uso excesivo y desproporcionado de la fuerza por parte de Israel” como a hacer saber que “Argentina rinde un homenaje profundo, lleno de dolor, a todos los niños que han sido asesinados en las últimas semanas”. Digna sería de ponderación la notable metamorfosis de nuestro gobierno, integrado por quienes treinta años atrás supieron desempeñarse como miembros de la organización terrorista Montoneros y a la que no le tembló el pulso al momento de perpetrar los más salvajes crímenes que recuerde Argentina (donde, por cierto, también se contabilizaron infinidad de niños asesinados, como fue el caso de Paula Lambruschini, por nombrar uno de los más resonantes, y que el gobierno que completa Timerman nunca ha reconocido ni reparado). Raro que Timerman, tan «sensibilizado» que se muestra, nada haya manifestado sobre los tres adolescentes judíos secuestrados y asesinados por Hamas poco tiempo atrás, y que no dejó otra opción al primer ministro israelí que responder de una buena vez por todas.
No obstante, si ajustamos un poco la lente podemos notar que dicha metamorfosis no es tal, toda vez que la cancillería se refiere en los siguientes términos: «Una vez más, y por tercera vez en menos de seis años, la población civil ha quedado atrapada en medio de las ‘acciones armadas’ de Hamas y el uso desproporcionado y excesivo de la fuerza militar por parte de Israel”.
Podríamos ser concesivos con Timerman y aprobar su preocupación respecto del “uso excesivo y desproporcionado de la fuerza” israelí (si por un rato dejamos de pensar que los rebeldes palestinos acostumbran escudarse nada menos que con civiles inocentes), aunque por otro lado sería un chantaje a nuestra inteligencia aceptar que el brutal procedimiento de los extremistas palestinos vaya a sindicarse como de «acciones armadas», todo lo cual inexorablemente tiende a legitimar y promover la seguidilla de ruines atentados por parte de Hamas. De ninguna manera una acción terrorista puede ilustrarse de la forma en que correspondería hacerlo a fuerzas legales, como en este caso serían las Fuerzas de Defensa de Israel.
Más allá del apercibimiento que con justa razón puedan inspirarnos las acciones armadas de Israel, las mismas son el resultado de un exhaustivo criterio militar donde se conjugan desde perspectivas militares concretas a complejas cuestiones de índole cultural, geográfica y soberana. Más simple: el Estado de Israel se encuentra nada menos que rodeado de enemigos que, ante la menor muestra de debilidad, no demorarían en cumplir el sueño de «arrojarlos a todos al mar», como supo plasmar en su momento el ex presidente iraní Mahmud Ahmadineyad.
Cierto que hubo un tiempo en que las guerras tuvieron por objeto la aniquilación o más bien el exterminio completo no tanto de un enemigo como de un pueblo entero (si sabrán de esto los judíos), de ahí quizás que provenga la frase «muerto el perro, se acabó la rabia”. Dichas contiendas de antaño aún tienen alguna vigencia, por ejemplo, entre países o etnias africanas caracterizadas visiblemente por un gran atraso cultural (sus niños mueren de hambre, pero desde los 13 años en vez de una mochila con libros cargan con un fusil de asalto).
Podríamos reprocharle a Israel, entonces, que contando con uno de los ejércitos más profesionales del mundo lleve adelante campañas militares que invariablemente conducen a la destrucción no tanto del enemigo como de la infraestructura de un país. En este sentido ha sido desproporcionada la invasión aérea de las Fuerzas de Defensa de Israel, imposibilitadas desde las alturas para discernir entre blanco enemigo y sociedad civil. Más de un palestino estaría de acuerdo en eliminar a Hamas, pero sería una ridiculez esperar que haya uno dispuesto a aceptar que Israel destruya sus casas, sus escuelas y sus hospitales. La tardía invasión terrestre que aprobó Netanyahu acaso permitiría una cacería, aunque arriesgada, menos inclemente en los resultados y que, por supuesto, no granjearía tanto el odio de civilizaciones vecinas.
Las guerras modernas ya no pueden aspirar al genocidio o a la destrucción institucional de un pueblo (aunque no fuera ésta su intención primera) en parte por los tristes e inservibles resultados que han legado al mundo. Ya Napoleón mencionaba que «se puede aplastar una nación religiosa, pero jamás dividirla», y ciertamente el método de combate fundado en bombardeos no hace más que reforzar el mismo sentido de cohesión que afecta a Israel por causa de las diarias agresiones misilísticas del enemigo Hamas (incapaces, no obstante, de desbaratar la gran infraestructura nacional).
Las guerras modernas deben estar orientadas únicamente a alcanzar la paz entre los pueblos mediante la aniquilación de los elementos críticos enquistados dentro de una sociedad, como lo es el caso de Hamas. Volviendo, entonces, al canciller Timerman, flaco favor le hace al propósito de la paz elevando a la categoría de «ejército legal» (que realiza “acciones armadas”) a una organización indiscutiblemente brindada a las prácticas terroristas y que es capaz de usar de escudo nada menos que a la población civil (tal como lo hicieron los mismos Montoneros que integró nuestro canciller). La guerra, para las Fuerzas de Defensa de Israel, es el medio obligatorio para llegar a la paz y de este modo disipar cualquier avasallamiento musulmán. El terrorismo, en el caso de Hamas, no es un medio para la paz sino un cable a tierra para descargar el innegable odio extremista, del cual casualmente nuestro canciller no parece haberse curado del todo a pesar del paso del tiempo.