Escribe: Hugo Esteva – La Nueva
Mucha gente -y entre ella parece que también las autoridades- cree que la “cultura” consiste en tenidas musicales, un poco de teatro, algo de cada vez más dosificada y más pegadiza literatura (tapas ilustradas, letra grande, frases cortas), una pizca de ensayos socio-políticos, documentales, cine y televisión por doquier. Por supuesto, alguna gota cultural puede haber en todas esas actividades. Pero así como comprar las entradas más caras, ponerse corbata para ir al Colón o pasear por las librerías y los salones de arte mezclando frases hechas en varios idiomas, no alcanza para ser cultos; así tampoco los funcionarios que reparten presupuesto en espectáculos y promociones están a la altura de dirigir los pasos culturales de un país. A menos que su función sea la de mantenerse en la línea de decadencia del Occidente que vivimos.
La verdadera cultura -esa a la que siempre debe apuntarse pero a la que nunca terminamos de acceder- es camino hacia la sabiduría, y ahí sólo se llega por la verdad. A la vez, la verdad sustenta la vida; así como la mentira conduce a la muerte. Por eso es inaceptable que las autoridades culturales de un país adopten a la mentira como hilo conductor: es como decir –a conciencia o no- que dirigen el país hacia la muerte.
Como ejemplo inverso de búsqueda de la verdad en un terreno que se ha hecho más que difícil, vale la pena referirse brevemente a “Mentirás tus muertos” (El Tatú Ediciones, Buenos Aires 2015), el libro de José D’Angelo. Se trata de una lección incontrovertible. Ordenado con precisión, enseña con numerosas pruebas todas las variantes contenidas en la grosera irregularidad de los números publicados por la CONADEP en 1984, los todavía más manipulados del Informe de la Secretaría de Derechos Humanos de 2006, y el verdadero disparate propagandístico del Parque de la Memoria-Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado, en la Costanera porteña. Al cabo de su consulta, quien quiera escuchar no va a tener más remedio que oír, y hacer silencio ante el cabalmente probado invento de los 30.000 desaparecidos. Allí están datos y más datos, casos y más casos, sobre “desaparecidos” aparecidos con vida y subsidiados, otros “desaparecidos” muertos en combates provocados por ellos mismos, otros ejecutados por los propios guerrilleros, otros que se suicidaron, otros que murieron en acciones fuera del país, otros entregados a sus familiares luego de muertos en enfrentamientos, otros enterrados y ocultados por sus secuaces, otros sepultados como NN y nunca reclamados por sus allegados, y hasta otros muertos en accidentes con explosivos manipulados por ellos mismos. Pero todos atribuidos por la cultura imperante a la represión ilegal llevada a cabo por las Fuerzas Armadas argentinas en la lucha contra la subversión teledirigida desde Cuba y desde la entonces Unión Soviética.
Se trata de más de 550 páginas con largas listas de nombres y datos, sistemáticamente ordenadas, con apéndices voluminosos y decenas de reproducciones de recortes de diarios y páginas de libros. Impone, inicialmente. Sin embargo, se lee con notable fluidez. Uno diría: “de un tirón”.
Esto no sólo porque está escrito con una corrección sintáctica difícil de encontrar entre buena parte de los periodistas –como, más allá de su condición de oficial retirado del Ejército, se titula a D’Angelo en la solapa-, sino también porque tiene un especial atractivo literario. Es que, en medio de tanta precisión y tanto dato –la mayoría proveniente de publicaciones de los propios terroristas-, el autor es capaz de novelar con veracidad y singular hondura psicológica estas historias abrumadoramente trágicas.
Con ser tan importante, no es ese el problema principal que pone de manifiesto la obra de D’Angelo. Lo verdaderamente grave es que su sola existencia muestra, además, cómo –por omisión- el gobierno actual se ha hecho cargo de semejante mentira venida de los anteriores, sin denunciarla. Y cómo -mientras cantidad de presos políticos sigue muriendo a causa de mala praxis institucional, crónicamente encarcelados y mal enjuiciados desde los años de Néstor Kirchner por haber obedecido la orden de aniquilar a la guerrilla- las autoridades persisten en permitir que la falsedad sea una “política de Estado”. Frente a la realidad que la obra denuncia y de ninguna manera puede ni pudo desconocerse, ¿cómo justificar que el Presidente haya acompañado al de EEUU a tirar flores al río desde el mismo Monumento de la Memoria, plagado de tergiversaciones?
El homenaje a cualquier muerto de nuestras guerras civiles debe ser entendido y tiene intocable valor humanitario, más allá de ninguna ideología. Pero elegir un sitio de engaño para hacerlo implica, como mínimo, liviandad ante lo que debería ser extremadamente serio. Más aún ante los delitos cometidos por ambas partes en la guerra.
A diferencia del respeto con que D’Angelo describe a quienes formaban parte del bando al que él mismo combatió voluntariamente cuando el asalto terrorista al cuartel de La Tablada, en los confusos tiempos de Alfonsín, la actual superficialidad de las autoridades sólo puede ahondar heridas. Heridas nacidas esencialmente de la ignorancia. Una ignorancia que, no hay duda, provoca temor intelectual entre quienes “gobiernan” nuestra cultura. Temor capaz de paralizar al más valiente y que, en lugar de impulsarlo a buscar la verdad, lo suma a la legión de los adoradores de las “culturas” pre-digeridas.
Hay que saberlo: tal miedo, tal falsedad, tal aceptación liviana de la mentira, es anti-cultura. O, más claro, es la personificación de la cultura de la muerte.