Escribe: Miguel Ángel Martínez Meucci (*) – Fuente: Panam Post
Mucho se viene comentando durante estos días en torno a la posibilidad de que fuerzas extranjeras desarrollen algún tipo de acción militar en Venezuela. El tema, naturalmente, despierta todo tipo de recelos, expectativas y polémicas. Como todo en política, nos obliga a discurrir en torno a lo que pueden ser las cosas y, también, a lo que deben ser.
De entrada, cabe señalar que nadie desea una intervención de ese tipo. Es evidente que la estrategia desarrollada hasta ahora por la Asamblea Nacional y la comunidad internacional democrática —conformada por casi todo el hemisferio occidental– tiene un objetivo específico que encarna lo que se ha definido como solución óptima para abrir el camino hacia la democracia: recuperar la lealtad de las fuerzas armadas a la Constitución y al mandato legítimo que en estos momentos encarna la presidencia interina de Juan Guaidó. Tal es considerada como la salida más pacífica, constitucional y expedita que resulta posible en estos momentos.
No obstante, y a pesar del abrumador rechazo que Maduro experimenta tanto dentro como fuera del país, hasta ahora la concreción de dicho objetivo se ha presentado como tremendamente difícil. A pesar de que Venezuela y medio planeta le han señalado —muy particularmente el pasado 23 de febrero– a los militares venezolanos lo que deben hacer, y más allá de la fuga de varios cientos de ellos a través de la frontera con Colombia, la estructura castrense no se ha movido sustancialmente. Ello se debe fundamentalmente a dos razones: el temor a la justicia que alberga la oficialidad más comprometida con el régimen chavista y el exitoso control que han instaurado los órganos de la inteligencia castrista.
Como consecuencia de dicho control, la institución militar en Venezuela no sólo ha sufrido un “achatamiento” notable, en virtud del cual existe una cantidad nunca bien determinada de cientos y cientos de generales que difícilmente están en capacidad de ponerse de acuerdo, sino que además han experimentado profundos procesos de purga e ideologización. Adicionalmente se han organizado grupos de civiles armados —esto es, paramilitares– y, sobre todo, se ha perfeccionado el funcionamiento de una policía secreta y política.
Tales circunstancias ayudan a ratificar lo que la ciencia política ha venido estudiando a lo largo del tiempo: como proceso totalitario que es, el chavismo no se sustenta verdaderamente en el estamento militar, sino en su policía secreta y en el uso masivo de la propaganda. En ambas cosas se han invertido ingentes cantidades de tiempo, dinero y esfuerzo. Por una parte, aunque la efectividad de la propaganda se ha hecho cada vez más cuestionable ante a la abrumadora crisis humanitaria que sufren los venezolanos, aún sigue teniendo un fuerte impacto, sobre todo en el exterior, donde los aliados del chavismo insisten en presentarlo como una víctima del imperialismo. Por otra parte, la policía secreta del régimen se está empleando más a fondo que nunca.
Así las cosas, y considerando que la gravedad de la crisis humanitaria no hace sino profundizarse a una velocidad cada vez mayor, parece cada vez más evidente que la solución óptima pudiera no ser alcanzada en un tiempo prudencial. En vista de que los altos mandos militares no parecen reaccionar ante los incentivos positivos planteados (indultos, amnistía, etc.), el incremento de los incentivos negativos (la amenaza de la opción militar) se va presentando como una medida cada vez más necesaria.
La administración Trump no ha tenido recelos en plantear tal opción, pero sí los han manifestado el resto de las naciones que integran la coalición democrática que presiona por la salida de Maduro. Es comprensible que los países de la región, así como los que integran la Unión Europea, eviten hablar de una opción militar para abordar el caso Venezuela, dado que nadie quiere complicar con un enfrentamiento bélico un asunto de por sí extremadamente complicado. No obstante, el problema venezolano ha alcanzado cotas que aconsejan la reconsideración de dicha actitud. Veamos por qué.
El régimen venezolano no es sólo venezolano. Es un nudo fundamental en el funcionamiento de un entramado de intereses transnacionales (entre políticos y delictivos) que, por lo general, constituyen amenazas a la estabilidad de las democracias occidentales. Se entremezclan allí, como ya es bien sabido, los intereses de los gobiernos de Cuba, Rusia, China e Irán, al igual que actividades varias de Hezbollah, ELN y de diversos carteles del narcotráfico. Están involucrados también diversos grupos políticos de la izquierda revolucionaria global, más enfocados en subvertir las democracias liberales de sus respectivos países que en participar dentro de las mismas.
Esos actores no sólo han obtenido ventajas económicas mediante el régimen chavista, sino que además, a través del tema Venezuela, han desarrollado y fortalecido sus nexos y alianzas. Sus niveles de cooperación son ya muy elevados, y las pruebas de ello se van acumulando con el tiempo en la medida en que se van conociendo los resultados de investigaciones periodísticas, académicas y de inteligencia. Aparte del modo en que han sometido y saqueado a la nación venezolana, el nivel de operaciones que desarrollan en prácticamente todos los países de Occidente ha demostrado ser significativo y potencialmente muy peligroso.
Si por un lado han forzado el desplazamiento de millones de venezolanos (quienes podrían llegar a 8 millones en el extranjero en un par de años, según estimaciones como las de Brookings Institution), afectando la estabilidad de los países vecinos, los riesgos no se quedan ahí. Cada vez aparecen más denuncias y estudios acerca de las operaciones de represión y exterminio conducidas por agentes del régimen venezolano. Por otra parte, los actores que conforman dichos entramados han demostrado su capacidad para convulsionar la opinión pública, proyectar o destruir figuras políticas, conducir actos terroristas o desestabilizar otros países.
Si bien se comprende que el interés fundamental de estos gobiernos extranjeros es preservar la paz y evitar la escalada del conflicto, la naturaleza del caso venezolano precisa que evalúen si la desestimación manifiesta de la opción militar no nos conducirá, más bien, a una escalada no controlada de dicha conflictividad. Se trata de un Estado al mismo tiempo fallido y forajido, y de un régimen totalitario cuya condición cada vez más criminal y menos política amenaza de muerte, desplazamiento o explotación a la mayor parte de la población. Se trata de una amenaza inédita que, como tal, requiere también una respuesta inédita.
Si la Unión Europea ha hecho de la paz un eje de su política exterior común (consecuencia en nuestro tiempo del aprendizaje inducido por los devastadores resultados de dos guerras mundiales), en América Latina predomina (por muy buenas razones, como diversas guerras civiles y golpes de Estado) el rechazo a todo tipo de intervención militar extranjera. Pero la crisis venezolana se parece mucho más a la experimentada por naciones africanas o del Medio Oriente, las cuales se consumen en manos de facciones y regímenes depredadores y genocidas, de modo que la respuesta inédita que amerita pasa por un cambio importante en la concepción de la política exterior de sus vecinos. Sobre todo de aquellos países llamados a jugar un rol preponderante en la estabilidad regional.
Conviene entonces en este caso que naciones como Colombia, Chile o Argentina dejen de verse como víctimas de la inestabilidad foránea y pasen a verse como factores de estabilidad regional. Y en el caso de Brasil, que ciertamente se ve a sí mismo como hegemón sudamericano, su tradicional suspicacia ante cualquier intervención externa en el subcontinente y su tradicional imparcialidad ante los conflictos externos debería dar paso a una actitud de cooperación activa en materias de seguridad regional y fortalecimiento de la democracia. Está claro que Venezuela representa en estos momentos el caso más preocupante con respecto a ambas temáticas.
En virtud de todo lo anterior, y si bien lo realizado por el Grupo de Lima y la Unión Europea es ya muy significativo, la naturaleza del problema venezolano demanda un compromiso aún mayor. Está claro que esto pasa por no desechar prematuramente la opción militar. Por el contrario, mantener esta opción sobre la mesa es una medida necesaria para mejorar las probabilidades de alcanzar la solución óptima: el retiro del respaldo a Maduro por parte de la fuerza armada venezolana. Y si esto fallara, la implementación de dicha intervención sería necesariamente un paso a considerar para evitar el agravamiento de una crisis que no sólo condena a los venezolanos a un futuro de miseria, exilio y eventual exterminio, sino que repercute directa y negativamente en la estabilidad de todo el hemisferio.
(*) Es politólogo, egresado de la Universidad Central de Venezuela, con magíster en Ciencia Política y doctorado en el Programa de Conflicto Político y Proceso de Pacificación de la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Observatorio Hannah Arendt y catedrático en la Universidad Austral de Chile. Su libro, «Apaciguamiento» (Editorial Alfa), estudia el desarrollo autoritario de un régimen con origen democrático. Síguelo en @martinezmeucci.