Los anónimos conocidos de mi ciudad

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Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia

A cada rosarino le debe pasar parecido, y en cada ciudad debe suceder exactamente igual. En fin, lo cierto es que siempre hay cuatro-cinco personajes “desconocidos” que, no obstante, han conseguido transgredir (por no decir “vulnerar”) las inelegantes barreras del anonimato urbano. Son, pues, exclusivas entidades vivientes (personalidades, ya; celebritis del bajo mundo) que el transeúnte común y corriente – yo, vos, ella – se los cruza siempre toda vez que se aventura a las calles céntricas de la ciudad.

Mi caso en particular es bien ilustrativo de lo que quiero significar. Procuraré un ligero detalle de los “anónimos famosos” que tienen a bien la constante intromisión de sus muy especiales continentes en mi eventual campo visual (siempre que voy al centro me los cruzo, al igual que todo el mundo con seguridad).

Primeramente debo referirme a Charly. Seguro estoy que todo rosarino coincidirá que Charly es, por supuesto, más famoso que Silvio Soldán. De blanca cabellera y frondosa barba, su regularmente intempestiva humanidad – a todas luces se trataría de un orate, es decir, de un inverecundo que no oculta la verdadera naturaleza interior – congenia el hedor proveniente de distintos y bien variados credos y razas humanas. Se trata de un olor ácido, fuerte, tangible propiamente. Me ha tocado, incluso, viajar en el mismo colectivo que él; asumo que fantaseé con la idea de arrojarme por una ventanilla, aquella vez. Charly porque alguien dijo alguna vez que se llamaba Charly; a medida que avanza acaso suele mirar siempre de soslayo, mientras que con una mano parece que va espantando moscas (u otras ideas inverosímiles) que constantemente rodean su atribulada cabeza. Alguien dijo que es de zona sur; otro – para mi gran espanto – pretendió que acaso era vecino de mi viejo… Mas yo nunca procuré afianzarme en mayores precisiones; ya bastante emparentado estoy con el mentado Charly (cada vez que pongo un pie en el centro me lo cruzo) que me causa pavor la posibilidad de que, además, nos una un mismo origen en común.

En segundo lugar, debo rendir mención… al “Lagarto” (y al así llamarlo, bravo escalofrío estremece toda mi piel).  De esta forma – a falta de mayores precisiones – me vi en la obligación de llamarlo, que no apodarlo. Su nombre es, pues, el “Lagarto”. En definitiva, es la impresión que me ocasiona observar su blanco rostro total y completamente cubierto por un solo manto de tatuajes y otras imprecaciones (su mirada ofidia, sin ir más lejos). Tantas veces me lo crucé, y en los recodos más indecibles, que a fuerza de cansancio terminé perdiéndole el miedo, por tanto me siento autorizado a advertirle: señor visitante, si al frecuentar mi ciudad la capciosa casualidad lo pone enfrente del inconfundible “Lagarto”, NO TEMA. No ha de asaltarlo, no, no; tampoco ha de golpearlo por puro gusto o insultarlo de forma ultrajante, por supuesto que no; ni nunca – lo más sorprendente – ha de pedirle monedas o cigarrillos… Calvo, sonriente y ya entrado en caderas, el “Lagarto” simplemente tiene por objeto recordarle que el hombre es una suerte de anfibio cuyo andar se debate entre la Tierra… y el mismísimo infierno.

Seguidamente, mi tercer anónimo famoso se llama “Snoopy”. ¿Por qué “Snoopy”? En principios, por lo simpática y divertida que significa la primera impresión que ocasiona: petisito, peladito, bronceadito, cara estirada, siempre bien vestido y manso como una oveja; realmente dan ganas de empaquetarlo, ponerle un moño y regalárselo a alguna niña porfiada que gimotee frente de una vidriera. Normalmente frecuenta peatonal Córdoba, aunque también es usual encontrarlo por calle Entre Ríos; no se sorprenda de hallarlo en la costanera, el Monumento y hasta en sus más logradas pesadillas. “Snoopy” siempre irá a completar su campo visual todas las veces que el destino – y sus caprichos – lo crean oportuno. Tantas veces me lo he cruzado en mi errática vida de transeúnte, que incluso hubo una ocasión que me sentí en la terrorífica necesidad de preguntar:

<<Perdón… ¿vos también estás viendo a ese sujeto ahí?>>.

<<¿Cuál…?>>.

<<Ése, el peladito fiero ese…>>.

<<Sí, lo veo. ¡No señalés…! ¿Por qué? ¿Qué tiene?>>.

<<Ah, no… nada. Nada>>, suspiré, arteramente aliviado. <<Menos mal.  Porque pensé que ya me estaba volviendo esquizofrénico>>.

Así como Charly, el “Lagarto” y “Snoopy”… varios otros injustos anónimos vegetan de forma inconmovible en la tumultuosa jungla urbana. ¿Lo conocerán a uno? ¡Pero por supuesto que sí…! Sus sediciosas miradas ciertamente encubren un reconocimiento discreto, disimulado, mefistofélico; si uno los vio millares de veces, ¿por qué ellos, entonces, no habrían de verlo a uno también? Otras rigurosas preguntas: ¿acaso estarán entendidos entre ellos, acaso se repartirán las zonas a frecuentar, acaso tendrán un listado con todos nuestros nombres como asimismo un detalle indebido de nuestras vidas, nuestros movimientos…? ¿Habrá algún lugar físico – obviamente que descarto que bien recóndito, laberíntico inclusive – donde al menos una vez cada tanto se reúnan todos ellos cual vil contubernio, cual obstinada logia del submundo? ¿Celebrarán… qué celebrarán, cómo celebrarán?

Con lo que uno desearía (y necesitaría) encontrarse con cierta gente… Ese flaco que sabés que tiene algo interesante para decirte, aquél al que le prestaste dinero y se borró del mapa para siempre, ese otro que podría darte una mano para tal o cual asunto, la rubia cinematográfica que viste ingresar en ese edificio de oficinas por el que pasás siempre, pero cuya entrada ya nunca más te mostró esas piernas, esa risa, ese sostén trasluciéndose a través de una camisa blanca, inmaculada, celestial…  Pero no, para esta gente no hay ciudad ni casualidad que valga. Son, a nuestro pesar, simples liliputienses como vos y como yo. No forman parte de aquella masonería indecible compuesta sólo por pintorescos estrafalarios.

Allí están, entonces, siempre en sus lugares; como faros macilentos que resisten la intensa tempestad humana, como agujeros negros sobre los que llueve el frívolo devenir de los comunes, como nortes decadentes de una sociedad afectada de cotidianidad… No salen en televisión, no figuran en las tapas de las revistas ni hay carteles que consignen sus insubordinados semblantes bajo el rótulo de “buscados”. Pero están ahí, siempre ahí donde uno vaya – ¡todo el mundo los tiene, los conoce! Obstinados aunque comedidos, impredecibles y casi reptantes; silenciosos, parcos, inefables, sibilantes y malditamente orgullosos de haberse ganado un lugar estrepitoso… en tu propia vida.