Escribe: Mariana Barberis
Día de visita en el Penal de Ezeiza, el nuevo hogar del general César Milani.
Ese domingo salimos como muchos domingos desde hace más de ocho años a tener nuestro momento, nuestro espacio, nuestra intimidad, donde, a pesar de las vicisitudes, siempre tuvimos ese pequeño pero gran rato, donde somos familia otra vez, donde no debemos fingir quienes somos.
Y ahí estaba mi papá, ansioso, esperándonos con el mate, y su nieto corrió a sus brazos, ese nieto que desde los 4 meses tuvo que cambiar su pañal en un cuarto frente a otra persona, para corroborar que no llevara nada indebido, ese nieto que vio cómo muchas veces rompían las bolsas del cereal favorito que llevaba para compartir con su abuelo, ese nieto que pregunta por qué su abuelo no lo visita, por qué no puede venir a su cumpleaños…
Pero al menos, teníamos ese momento… hasta ese domingo en que Milani pasó frente a nosotros, caminando como caminan los del rincón de los olvidados, los que no tienen justicia justa, los que no tienen derechos humanos, los que no figuran en ninguna estadística de mortalidad, los que por haber luchado siendo aún muy jóvenes, en la guerra contra el terrorismo, hoy están pagando…
Pero es diferente, Milani ni siquiera pertenece a nuestro rincón, no hay lugar para los traidores traicionados, ha caído en su propia trampa. Pude ver en las caras de su esposa e hijos el dolor e incertidumbre que vi en muchas caras estos años. El mismo que vi en la cara de una esposa, en la puerta del penal, cuando iba a reconocer el cadáver de su esposo muerto en cautiverio, uno de los cuatrocientos que ya se han ido; lo vi en la cara de una hija que lloraba desconsolada en los brazos de su esposo, luego de la primer visita a su papá; lo vi en la cara de mi padre, la mañana que lo encontré orinado por el dolor lacerante de un infarto, durmiendo sobre una sábana manchada con sangre quién sabe de quién, sin haber recibido agua, comida o medicación; lo vi en la cara de mi abuela, cuando convaleciente en la cama de un hospital me dijo: «decile a tu padre que lo amo…»; lo vi en la cara de tantas madres, esposas, hijos y nietos…
Claro que no me alegro, claro que no estoy feliz, feliz estaría si nos devolvieran estos ocho años que gente como Milani nos robó, porque mientras él tomaba juramento en la Rosada y su familia de gala lo aplaudía desde la primera fila, mientras nos traicionaba a todos y se burlaba de la sangre derramada de sus propios compañeros, nosotros, los del rincón olvidado, teníamos que pasar la requisa.
Hoy, domingo, día de visita en el Ezeiza, nuestro pabellón, «el rincón de los olvidados», estuvo doblemente custodiado. A nosotros, los olvidados, nadie nos cuidaba tanto antes… Incluso un sacerdote, uno que nunca vi hasta este día, se acercó a los Milani y les dijo que «iba a rezar porque todo este infierno se termine lo antes posible». Ay, Padre, somos más de diez familias en el salón que hace años rezamos para que se termine este infierno, qué lástima que no vino antes. Claro, las palabras como justicia y compasión no existen para los olvidados…
Ni siquiera los Veteranos de Guerra de Malvinas, injusta e ilegalmente detenidos en Ezeiza por “lesa humanidad”, tuvieron alguna vez el consuelo de un sacerdote, y por qué lo iban a tener hoy, justamente 2 de Abril. Pero Milani sí lo tuvo, a solo tres días de llegar aquí; qué grande habrá sido su mérito, mucho más que el de nuestros veteranos, pareciera.
Los Milani estuvieron todo el tiempo hablando bajito, tomando mate, sin mirar a nadie, como si estuvieran solos; aún no saben que en el rincón de los olvidados siempre estamos solos, la lucha por una justicia justa la conocemos solo los olvidados. Aún no saben que este lugar no tiene salida, ni retorno, aquí se llega para ser olvidado por toda justicia, por toda gestión, por todo gobierno.
Hoy Milani – por si fuera poco todo el daño que nos hizo – nos arruinó lo único que nos quedaba: la paz, la intimidad y la alegría de nuestro pequeño momento de visita… porque tuvimos que fingir que era uno más, porque me tuve que tragar las ganas de gritarle en la cara que en estos ocho años fuimos tratados como delincuentes cada domingo, tuve que desvestirme muchas veces en un cuarto y tuve que desvestir a mi hijo, tuve que tragarme mil lágrimas, tuve que mentir quién soy frente a montones de personas por miedo a ser humillada y maltratada, todo por gente como él.
Solo espero no volver a encontrarlo y recuperar nuestro pequeño momento, porque ni siquiera en el rincón de los olvidados hay lugar para los traidores.