Escribe: David Rey
Si el mundo se terminara de una buena vez por todas, hay algo que no habrían de tapar las cenizas por más que ardan. Es que Juana Casanovas Muñoz es una digna hija de su padre, don Marcelino Casanovas, y debido a dos razones que están por sobre todas las cosas: la Fe ciega en Dios y esa cadencia pueblerina a prueba de ojivas nucleares.
Cuando José Marcelino Casanovas se crió sin padre en Tricao Malal (Neuquén) seguramente nunca imaginó que aprender a trabajar de niño le iba a formular el mismo espíritu que setenta años después le permitiría resistir la peor injusticia del mundo dentro de las diversas cárceles por las que estuvo preso en el marco de los llamados juicios de Lesa Humanidad. Doña Lucila, su madre, devota de la Virgen del Carmen y “mujer de palabra; muy humana; en su casa se rezaba el rosario todos los días a las 20 esté quien esté, llueva, nieve o truene”, era tan respetada que, cuando se murió, el pueblo la despidió sobrecogido – en camionetas y a caballo – como si marchara detrás de una deidad. En fin, tan a fuego quedó marcado este día que, muchos años después, su nieta Juana aseguraría sin dejo de timidez: “De niña yo quería ser santa, no monja”.
Escuchar entrevista de David Rey a Juana Muñoz:
«Allí la vida es y sigue siendo dura», confiaría Juana en una carta escrita con lágrimas de sangre. «En el campo, apenas se aprende a caminar, se es útil para las tareas cotidianas». De ahí que su padre, a los 18 años y ya casado, entró a la Policía tanto para escapar de las minas de azufre como para legarle un destino menos impiadoso a su incipiente familia; allí encontró la oportunidad de terminar la escuela primaria y empezar a construir, ya en el pueblo, una «casita de barro».
Como policía, sin embargo, no halló mayores retos que “juntar a los borrachos” que “entorpecían la vía pública” – tal como hoy lo relata su hija –, los cuales no eran más que los propios amigos que se había hecho y que, debido al duro trabajo del campo, hallaban en la bebida “un escape”. Don Marcelino, nacido, criado y formado en los rigores de la vida agreste y sacrificada, no tenía por propósito entorpecer el justo descanso de nadie.
De ahí que se haya alistado al primer llamado para completar, como baqueano, el trabajo del Ejército Nacional en Junín de los Andes, “para tareas de pastoreo, guía”. “Presentó papeles, rindió las pruebas y entró”. Y entró. Era el año 1976. Quizás Don Marcelino haya escuchado por la radio, alguna vez, aquella historia de Montoneros que ponían bombas y que se escondían en las villas miserias. Quizás algo le haya llegado de aquel otro grupo de locos que quería apoderarse de la provincia de Tucumán. O, más cerca suyo, de los que se escaparon de la cárcel de Rawson, que secuestraron un avión, y que se fueron a Chile…
A don Marcelino lo abandonó su propio papá. Se crió con su mamá Lucila, la que todos los días ponía el rosario sobre la mesa y rezaba, por más que el mundo se cayera a pedazos. Don Marcelino no tuvo la posibilidad de abrigar sueños grandes, había que laburar para que no falte el pan, carajo. Y había que laburar, también, para darle un techo digno a su esposa y a sus hijas. Quizá escuchó alguna vez algo sobre el lío que había en el país – Perón, los peronistas, los falsos peronistas y la lucha armada por y contra los peronistas –, pero don Marcelino no estaba para boludeces… porque primero había que comer y hacer digna esa “casita de barro” en Chos-Malal.
Por si fuera poco, don Marcelino, además, tenía un motivo mayor para preocuparse: su hijita Lilian, de tres años, fallecía tras sufrir una convulsión febril. “Seguro se la contagié”, se culpa Juana hasta el día de hoy, al tiempo que se reprocha el sarampión que padeció al mes y medio de haber nacido, cuatro años atrás.
Y dice: “Desde ese día mis padres llevan la tristeza en los ojos”. Y ella, Juana… también la lleva en los ojos, y también la lleva en el alma, esa misma alma de cuatro años que contempló “el cajoncito chiquito arriba de la mesa” al mismo tiempo que a su hermana la vestían para siempre y para hoy, mientras le calzaban “cada zapatito” (“como a una princesita”) y mientras intentaban hermosear aquello que no podría ser más hermoso que el recuerdo letal de verla correteando por los campos “como un piojo”, agarrada para siempre de la mano de su hermana.
La payasita
Desde entonces, el alma de Juana estaría partida en tres: primero, la parte que se fue con su hermana muerta; segundo, la que moría de tristeza al comprobar todos los días el vacío en la mirada de sus padres y, por último, la que vencía al propio dolor para ser el sostén moral de una familia herida y sin remedio.
“Yo no tenía nada para preguntarles a mis papás”, me dijo Juana, “yo les miraba sus caritas… yo crecí mirándolos tristes. Entonces me convertí en una payasita que hace locuras, que inventaba amistades, que invitaba a casa a los vecinos a tomar mate, les buscaba amigos. Quería que estuvieran contentos. Mi vida fue muy dura. Lo mismo que quiero para mis padres también quiero para mí, yo ya quiero empezar a disfrutar”.
Lo mismo habrá querido el bueno de don Marcelino, a la edad de 70 años, el día que la cuadra en que vivía se llenó de policías y de gendarmes, entre lo que destacaba “una camioneta blanca, tipo SWAT, con sirenas, encapuchados, con balas colgando por todos lados, granadas, todos de negro”, tal lo recuerda Juana en su carta. Lo venían a buscar como a un criminal de guerra. “Dieron vuelta la casa. Tiraron todo. Todos entramos en pánico, nadie entendía nada, ni tampoco nos explicaron nada (…) Así comenzó el calvario”.
Y ahora, la payasita, tendría que pintarse de nuevo para llevarle algo de esperanza a su papá en las distintas cárceles por las que estuvo preso, como ser “en Bahía, en Roca, en la Pampa, en Zapala, en Neuquén (…) La primera vez que fui a ver verlo me desmayé”. A don Marcelino, el baqueano, le imputan “varios secuestros agravados y un homicidio”, y hasta lo acusan de poder estar en dos lados al mismo tiempo, ya que le endilgan dos delitos ocurridos en dos lugares distanciados por casi 1400 kilómetros. Para la Justicia argentina, los “genocidas” podían viajar a la velocidad del sonido, parece…
La desoladora historia de Juana Muñoz: «El dolor cala los huesos»
Preventiva
Tras cinco años de prisión preventiva (el máximo legal es de dos), Marcelino Casanovas desarrolló múltiples afecciones que de ningún modo cuentan con la atención clínica correspondiente, por lo que sus días se hallan sinceramente contados. Pasada la última Navidad, incluso, fue notificado de que sus bienes, los que pocos que tiene, habían sido embargados. “Le arruinaron la vida a él y a toda la familia, estamos todos presos”, señalaría Juana tras ilustrar la odisea de seis horas de viaje por la que tiene que pasar cada vez que va a ver a su papá. “Entre el hospital, la cárcel y el trabajo… así transcurrió mi vida. Llevo siete años de no vivir la vida”.
Desesperada por esta situación, Juana escribió una carta (también consignada en DAVIDREY.com.ar) que logró llevar su historia a todo el país. Allí pide ser escuchada, que la ayuden; busca “seres humanos”, aunque quizás como lo hacía Diógenes, con un candil bajo el sol del mediodía. ¿Cuánto hace que estas historias, como la de ella y su papá, ocurren a lo largo y a lo ancho de nuestro país, sin que nadie haga algo al respecto? ¿Cuánto más tiene que doler una injusticia?
Juana, la payasita, por su parte, insiste a su papá con la importancia de hacer terapia psicológica, cosa de que pueda encontrar el consuelo que ya ni los rezos le proveen. Le dice, para convencerlo, tan enferma de amor como desesperada por el desamor que la rodea: “Un psicólogo es una persona que estudió para que vos le largues toda la mierda”.
Don Marcelino Casanovas, a sus 74 años de edad, con la dentadura arruinada por el bruxismo, el oído sordo, la vista borrosa y el corazón encarcelado dentro de un destino caprichoso, se retrotrae a sus artes de baqueano para dar con la respuesta justa, la única posible:
“Si yo tuviera que contarle mi vida a un psicólogo”, le dice, “me muero antes de terminar de contarla”.
Juana no está bien; su voz, cuando habla, se quiebra al instante y ya nada ni nadie es capaz de impedir ese mar de desesperanza que se sacude como un ciclón. Se le pasó la vida, su vida nada menos, y ahí estuvo ella, la misma payasita que hacía cualquier cosa con tal de apagar un poco la tristeza en los ojos de sus padres. Despreció su propio dolor para evitar el dolor ajeno. Ella, ha dicho, no quiere la «prisión domiciliaria» para su papá; ¡quiere su LIBERTAD! ¡Quiere la libertad del hombre que vio trabajar toda su vida sin hacerle mal a nadie! Claro que Juana no está bien… pedir algo así…
Don Marcelino tampoco está bien: al hombre le estuvo prohibido soñar desde el día en que nació, y tal es así… que cuando hubiera podido empezar a hacerlo, el destino le arrebató una hija y luego lo encerró en cuatro paredes infernales; aquel varón que nunca consumió Coca Cola perdió su perfecta dentadura de tanto rechinar el alma… evaporada entre tantas pesadillas. ¿Cómo puede tener pesadillas un hombre cuya madre le enseñó a rezar todos los días y que fue despedida de este mundo como si fuera una santa? Claramente, don Marcelino… no está bien.
En fin, ni Juana ni Marcelino están bien. Pero ni Juana ni Marcelino precisan de un psicólogo, eso que se consigue con solo consultar en Google. Lo único que tanto hija como padre necesitan es un poco de justicia, eso mismo que tanto suele negar nuestro país.