Olavarría fue un desastre… antes del desastre

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Escribe: David Rey

Por lo general, una persona decente, cuando se moviliza, estima ciertas cosas: traslado, hospedaje, entorno, compañía…

Una persona decente, por ejemplo, al momento de contratar alojamiento sabe que ha de contar con las mínimas medidas de higiene y seguridad.

Pero claro. Nosotros vivimos en el país del «mochileraje», del viaje a dedo, de la vida en hostel… Vivimos en un país donde una parte importante de la gente adoptó una visión más «romántica» (léase «estúpida») de las cosas.

No les importa andar por las rutas como mendigos mugrosos, no les inquieta viajar con desconocidos, les da lo mismo un baño limpio que hacer sus necesidades detrás de un árbol, ni tampoco se plantean la posibilidad de compartir habitación con un narcotraficante, un asesino serial…

Como bestias. Fanáticos «ricoteros» tras el fallido recital vuelven… ni ellos saben dónde.

Muchos papás argentinos aprueban (y financian) que sus «románticos» hijos viajen como mugrosos y que estén sujetos a cierto nivel de riesgo no menor. Los medios, por su parte, no se animan a quedar como «los malos de la película» y nada dicen respecto de esta forma de distracción… propiamente lamentable.

¿Cómo un padre decente, por ejemplo, puede permitir que su hija viaje «a dedo»? ¿Cómo una señorita decente, por ejemplo, va a permitirse estar rodeada… de cualquier cosa, de cualquier gentuza sospechosa? ¿Cómo un varón decente, por ejemplo, va a correr por la vida… dando lástima o repulsión?

Y después, obvio, pasan las cosas que pasan. Y cuando pasan las cosas que pasan, resulta que ya es tarde. Muy tarde. Más que tarde…

Olavarría fue un desastre… antes del desastre. Miles y miles de personas «acampando» durante días para ver un recital. Una ciudad de 100 mil personas de pronto convertida en una comarca de tolderías. Alcohol, drogas, gente sucia, borracha, enardecida porque sí… ensuciando el paisaje. ¿Dónde se bañó esa gente…? ¿Dónde hizo sus necesidades? ¿Cómo durmió esa gente, cuándo descansó como Dios manda? ¿Cuánta mugre generó esa misma gente…? ¿Cuánto molestó al buen vecino? Esa gente, acaso… ¿no trabaja? Esa gente, acaso… ¿no tiene hijos a los cuales dejarles un buen ejemplo? ¿Son “gente” verdaderamente?

¿Y todo esto por qué? Para ver a un estúpido que canta. Y digo «para ver» porque sabemos que en esas condiciones, no se puede apreciar nada. ¿Qué se puede apreciar siendo un liliputiense más en medio de doscientos o trescientos mil liliputienses atolondrados?

Ejemplo de «peregrinación ricotera» en Tandil.

Hubo quien narró que tuvo que caminar hasta 10 kilómetros desde el lugar donde pudo estacionar el vehículo hasta el medio de todo ese embole grasiento y sudoroso. Y, por si fuera poco, lo contó como si hubiera hecho «la gran cosa», una “hazaña” más entre tantas honestas manifestaciones de asumido complejo mental.

Repito: Olavarría fue un desastre… antes del desastre. Fue un desastre de indecencia, de falta de aseo, de respeto, de amor propio, de cultura y de educación.

Una persona decente es una persona que se quiere así misma. Y una persona que se quiere así misma tiene los dos dedos de frente que hacen falta para no comportarse como un pordiosero, un mugroso, un haragán que anda borracho con un «tetra» en la mano y cantando estupideces.

En Argentina no estamos acostumbrados a que nos hablen de este modo, ya lo sé. Acá llamamos «misa” o “peregrinación ricotera» a lo que no es otra cosa que una multitud de buenos para nada que convierten en Dios a un Gran Boludo que se lleva toda la plata; acá hemos sacralizado al «pogo», ese preciso momento en que la propia imbecilidad, en contacto con la ajena, erupciona de modo descabellado, inconsistente, psiquiátrico.

Esperando la «misa» (Ph. La Capital de Rosario).

300 mil personas amontonadas para saltar como estúpidos enardecidos… ¿y qué se supone que puede llegar a suceder?

Hoy, se tiran la culpa unos a otros. Y sí, obvio… la culpa la tienen todos. La tiene Solari, la tiene la productora, la tiene el intendente, la tienen los medios. Por supuesto que sí. Y ojalá que ninguno pueda burlar la justicia.

Pero, por favor, seamos honestos, la culpa también la tiene la gente. Esa misma gente, tan grosera y tan odiosa, que no se quiere así misma, que le hace el caldo gordo a cualquier multimillonario holgazán y que rinde culto a becerros de hojalata. Esa misma gente que no se conforma con llegar al límite, sino que se propone sobrepasarlo. Hacer lo que nadie hace… de a montones; mostrarle al mundo lo “vivos” que son, lo “aventureros”, lo “valientes”, lo “desenfadados”.

Argentina, como vemos, perdió la decencia, el buen gusto, las formas, la estética, el decoro, el respeto, el amor propio. Y por eso pasan las cosas que pasan. Argentina, el país de la palabra “pelotudo”, evita increíblemente llamar así a los verdaderos pelotudos, es decir, a los groseros irresponsables que hacen las cosas que hacen sin medir las consecuencias, a los boludos que idolatran boludos, a los boludos que forran de dinero a sus boludos dioses.

En fin, quizás la justicia pueda hacerles pagar a los culpables el desastre que ocasionaron. Pero no habrá ninguna medida, desde ese lugar, que pueda remediar el vacío moral, cultural y educativo que, como un agujero negro, inevitablemente lleva a estas eventualidades.

Es verdad, hay varios responsables de esta tragedia; ellos toman champán del bueno mientras cruzan las piernas. Pero también hay miles y miles de irresponsables; son aquellos que nunca se aburren de celebrar de este modo enfermizo, empapados en vino barato y saltando como imbéciles.