Por David Rey
Cuando nadie se lo esperaba, el montonero Federico Ramón Ibáñez se sacó de encima el peso que lo acompañó durante más de treinta años: pidió perdón. Entonces, por un rato el estruendo de las bombas dejó de retumbar en sus oídos, la imagen de los niños mutilados se disolvió en sus ojos y las miles de familias víctimas del accionar terrorista de los setenta dieron espacio a que algo de luz entrara en su alma. “Pido perdón a mis enemigos de entonces y a los jóvenes que participaron y se vieron envueltos también por mi irresponsabilidad o el papel que jugué”, dijo.
Lo mismo tuvo lugar mientras atestiguaba en condición de “prisionero en la ESMA y sobreviviente” ante el Tribunal Oral Federal 5, y que “enjuicia a 68 marinos entre otros pilotos acusados de los ‘vuelos de la muerte’” (Clarín, Perfil, DyN). Contador de profesión, aunque ya jubilado con 70 años, su alegato se suma a una serie de valiosas confesiones que echan luz sobre un pasado henchido de tinieblas. Es cierto que gracias a la literatura de muchos de los mismos terroristas hoy nos es dado conocer a fondo – y con precisión – cómo y por qué se dieron los acontecimientos que marcaron un punto de inflexión en nuestra historia. Valga, pues, un reconocimiento de parte nuestra – los investigadores – a tamaño esfuerzo de honestidad… pero, de ahí, a resultar “perdonados” sus crímenes y felonías de antaño, hay un trecho, y que merece ser analizado con detenimiento.
Tanto pedir perdón como perdonar no sólo que resume en lo mejor y más logrado de nuestra condición humana, sino además hacia lo mismo estamos impelidos la mayoría de los argentinos en nuestra condición de católicos apostólicos. Es humano disculparse, y es de buen cristiano perdonar. No obstante, como bien suele decirse, debe ser sincero el hecho de pedir perdón toda vez que haya cesado el insulto o daño inferido (sería una bobada perdonar a quien todavía nos revuelve el cuchillo en nuestras vísceras), mientras que – además – deben ser directas las disculpas antes que generalizadas en procura de una indulgencia colectiva. Deben disculparse los terroristas con las víctimas (Ibáñez, según DyN, los llama «enemigos de entonces») o los familiares de las víctimas de sus tropelías, mas no con la sociedad en su conjunto o un número indeterminado de personas. Pedir perdón a muchos es no pedir perdón a nadie.
Claro está que a los argentinos no nos condujo a nada productivo ese vicio de indulgencia (desinterés, en verdad) con que solemos mirar el pasado, y la consecuencia más notable de esto es el hecho de estar hoy gobernados por una florida caterva de terroristas. De modo que “pedir perdón” de forma general (a la sociedad) no sirve ni para quedar bien con la historia, y por dos motivos: es una infamia que la “sociedad” perdone en nombre del individuo o de la víctima en sí; y, con la misma lógica, un particular tampoco puede hacerlo en nombre de los demás.
Por cierto que el perdón no exime al ofensor de rendir cuentas de sus actos a la Justicia, mientras que la ausencia de esta misma torna una pantomima toda forma de disculpas. Salvo – curiosamente – en Argentina, en todo el mundo civilizado los crímenes perpetrados por el terrorismo son considerados de “lesa humanidad” y, por tanto, no prescriben con el paso del tiempo (acaso, entre otras, para evitar que sus responsables ocupen cargos públicos o gubernamentales, como ocurre en nuestro país). Si bien la justicia alfonsinista de los ochenta claramente determinó que durante los setenta “hubo una guerra” contrarevolucionaria, los asesinatos cometidos por los vándalos idealistas no han sido tratados como de “crímenes de guerra” y, por ende, no subscriben como de lesa humanidad y nadie molesta hoy a los guerrilleros (sino que, por colmo, son tenidos como víctimas). Asesinaron a mansalva y hoy se florean cual santos consagrados. En fin, cuando tamaña impunidad tiene lugar tan obscenamente, ¿qué clase de perdón es posible?
Cierto que es ponderable la exteriorización pública del arrepentimiento por parte de algunos ex guerrilleros, y seguramente contribuirá a que muchas personas sigan acercándose más todavía a la verdad histórica de los hechos. Por caso, Héctor Leis, otro montonero, ya en la ancianidad acaba de publicar un tremendo libro titulado “Un testamento de los años 70”, cuya argumentación resulta lapidaria para tanta mentira imperante. Incluso le valió que una víctima del terrorismo como Arturo Larrabure (cuyo padre fue secuestrado, torturado y asesinado por el ERP), le dedicara una sentida columna en el matutino porteño “La Nación” (“Señales de verdad y reconciliación”).
Más allá de la relación que pudiera haber entre Leis y las personas que hayan sido perjudicadas por sus actos en particular en el pasado – lo mismo, pues, para Ibáñez –, todo gesto de arrepentimiento queda opacado tanto por el clima de injusticia reinante como por el mismo cinismo de muchos otros ex terroristas cuyos desempeños actuales distan mucho de promover el espíritu de “verdad y reconciliación” que tanto necesitamos los argentinos.
Por caso, mientras los terroristas sean recordados como víctimas en el Muro de la Memoria (Bs. As.) o sean homenajeados como lo es Pettigiani en un colegio de Córdoba (hecho que DAVIDREY.com.ar sacó a la luz), mientras – por ejemplo – el farsante Verbitsky sea presidente de “un” Centro de Estudios Legales (CELS) y mientras, nada menos, el Estado nacional sea el primero en desconocer la condición de víctimas del terrorismo a más de 20 mil de personas y el último en alentar cualquier medida reparadora… por más perdón que haya, todo se lo lleva el viento.
No puede perdonarse, entonces, un daño flagrante; somos los argentinos constantemente aguijoneados por la farsa y la hipocresía setentistas. La sociedad no puede pronunciar perdón alguno ya que ella no representa una entidad objetiva, tangible, real; por su parte, el individuo en sí tampoco puede perdonar el país de odios que nos legó una generación tan enferma como homicida, actualmente abocada a destilar la hiel del marxismo más para camuflar sus propósitos que por empaque ideológico. El mismo Leis lo dice: “La guerra civil argentina todavía no terminó porque la comunidad continúa dividida”. En la guerra, pues, el perdón… es imperdonable. Ofrece una ventaja que el enemigo no tarda en aprovechar.
Si verdaderamente están arrepentidos y quieren perdón, pues que se lo pidan a sus mismas víctimas (hay miles). Ante la ciudadanía no deben disculparse tanto como aceptar ser revistados por la Justicia. No es hora, entonces, de jugar a que somos monjas carmelitas. Llegó el momento de hacer sentir el rigor de un país cansado de atropellos, un país de hombres y mujeres dispuestos a dejar en claro para la posteridad que el terrorismo es una amenaza para nuestra forma de vida y que, por ello, no habremos de perdonar absolutamente ninguna afrenta a nuestra democracia. Que los perdone Dios.