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“Amo todo lo vivo, todo lo que se mueve o está quieto. El mal no es más que la incapacidad del enfermo por ver el bien en algunos secretos aspectos”. Naguib Mahfuz (“El Callejón de los Milagros”).
¿No odian todos los pueblos la maldad? Y sin embargo todos marchan de su mano. ¿No sale de la boca de todas las naciones la alabanza a la verdad? Y sin embargo, ¿hay acaso un labio o una lengua que persevere en ella? ¿Qué pueblo desea ser oprimido por otro más fuerte que él? ¿Quién desea ser despojado abusivamente de su fortuna? Y sin embargo, ¿cuál es el pueblo que no oprime a su vecino? ¿Dónde está el pueblo que no ha despojado la riqueza de otro?».
Libro de Qumrán (1Q27:9-10), parte de los Famosos Manuscritos del Mar Muerto – Gentileza de Damián Silva.
YO CONOCÍ A UNA SEÑORA muy buena y muy inteligente que una vez me dijo: “No existen las malas personas”. Fue preciso, entonces, anular por un rato todo el ambiguo andamiaje moral para poder observar el mundo desde aquellos ojos de santa convencida.
Y quizás por eso yo tampoco creo que existan las malas personas. Pero… entonces… ¿por qué nos cuesta tanto llevarnos bien?
A menudo me pasa que observo que, teniendo infinidad de cosas para coincidir, elegimos siempre centrarnos en aquellos pocos y contados aspectos sobre los que pensamos diferente. Y no sólo eso: escogemos las formas más viscerales, más dolorosas y más insensatas de plasmar nuestras diferencias. ¿Por qué?
Recurrir a un análisis psicológico o sociológico o antropológico sería tan exhaustivo como presuntuoso. Ningún dato curricular me autoriza a precisar un detalle al respecto. Debo, pues, arbitrar una explicación “humana” al problema. Deberé mirar la vida, otra vez, con los ojos de aquella mujer inconmensurable.
Y me parece que el “mal” que aqueja al mundo no es otro que la soledad de las personas. La soledad, por cierto, mal asumida de muchas personas, porque – al menos para algunos – la soledad es linda. Hasta es lindo pronunciarla, susurrarla, pensarla.
¿Por qué hay personas que no son felices con sus soledades, es decir, consigo mismo? Por una simple cuestión de insatisfacción, ante el constante avasallamiento de pautas, modas, tecnologías, ideologías, vanas expectativas, estímulos y deseos inconsistentes. Es mucho lo que estos tiempos exigen al hombre; imposible satisfacer tantas cosas juntas.
Es alto, además, el grado de “preconceptos” con que nos vamos haciendo adultos, paradójicamente “grandes”. Hemos crecido bajo un arbitrio infantil y simplificador: para que haya uno bueno, tiene que haber uno malo; para que algo sea nuevo, otra cosa tiene que ser vieja (con todo lo que connota esta palabrita); para que alguien gane, alguien tiene que perder; para la paz, primero la guerra; para que exista amor, no puede faltar el odio.
Un preconcepto, lo mismo que un prejuicio, es la definición que aplica el ser humano sobre una cosa sin un análisis o juicio previo. Es equivalente a hablar sin antes haber pensado lo que se tiene que decir. Muy lamentablemente creemos, por ejemplo, que la contracara del amor es el odio, lo mismo que la del color blanco el color negro. El odio, tanto como su supuesta antinomia, también es un sentimiento pura y cálidamente humano, en tanto que si fuera la contracara del amor no podría adscribirse como tal; podríamos decir que lo único que distancia al amor del odio es tan simplemente una cuestión de evolución emocional del hombre. Más sencillo: aquello que diferencia al odio del amor podría ilustrarse como una cuestión de perspectiva; el odio, entonces, es la capacidad no plenamente desarrollada de observar en la oscuridad, quizás el miedo a descubrir lo que existe entre las sombras. El amor sería, así visto, la entereza del hombre para ver, afrontar y asumir lo que existe más allá de nosotros; es la luz propia para guiarnos por lo desconocido.
Amor y odio habitan dentro nuestro, no como enemigos sino como hermanos. Lo que en muchas personas no está bien definido, entonces, es cuál de esos dos corresponde al hermano mayor. Es decir, quién va primero, quién guía a la persona. Creer que el amor y el odio son dos aspectos diametralmente opuestos es, puntualmente, asumir que dentro nuestro el odio tiene más autoridad que el amor, ya que este último existe en función del primero, gracias al primero.
Hay implantada, por cierto, una “cultura” del odio, sin por ello verme en la obligación de decir que “todo el mundo odia”. Simplemente estoy diciendo que el amor es quien, por estos días, ha quedado en un segundo plano, o bien espera por la pronta evolución del ser humano.
Días atrás discutía con una señorita muy hermosa y muy inteligente al respecto, pero no creo que me haya entendido. La muchacha pretendía convencerme sobre las verdades que se terminaban de postular en un mitin político. La política, por cierto, es el terreno más fértil para la cosecha del odio; en su seno se gestan la mentira, la tergiversación, la demonización y el autoritarismo. Es triste ver cómo hermosas gentes se aprestan a pertenecer a semejante calamidad.
No es que todo el mundo odie, por supuesto, pero qué lejos estamos del amor… Nos falta, quizás, terminar de transitar el odio de una buena vez. Hoy en día, en política, el hombre parece que tiene, ante todo, la obligación de denostar al adversario, al supuesto enemigo; horas y horas de completa denigración; horas y horas de mostrarle a los demás que “yo” no soy como “tal cosa”. Esa “tal cosa” es, pues, una representación nuestra antes que una realidad sincera; para caratular a una persona con los peores anatemas – tal como se acostumbra en política – necesariamente nosotros mismos debemos ser susceptibles a los susodichos. El oficialismo mancilla a sus adversarios como “opositores” y a su vez la oposición hace lo mismo pero con la chicana de “oficialistas”; ante todo, pues, sentar la diferencia, el estigma, la denostación, el odio.
Si yo acuso a otro de “fascista” es porque “YO” SÉ MUY BIEN que dicho insulto denigra y destruye; pero si “YO” pienso que tal cosa es así, es precisamente porque “YO” tengo algo de fascista que en cierto modo me lleva a pensar así. Otro ejemplo: si yo acuso a otro de “homosexual” es porque “YO” SÉ MUY BIEN que dicho insulto denigra y destruye; pero si “YO” pienso que tal cosa es así, es precisamente porque “YO” tengo algo de homosexual que me lleva a pensar así. Lo más sorprendente de toda esta historia es que tanto para el ‘fascista’ como para el ‘homosexual’, en caso de serlo, estos “anatemas” le sientan sin mayores complicaciones, y resulta que terminan siendo los detractores quienes viven, hablan y manifiestan en función de algo que no quieren ser… o, más precisamente, que no se animan a asumir que ya son.
Y así está marchando hoy día este querido planeta que habitamos: más en función de aquello que negamos que de aquello que afirmamos. La historia del mundo se concisa en aseveraciones inexpugnables, sin que en ningún lado se diga que cuanto más virulenta se formula una afirmación es porque más cerca está de ser una desastrosa negación.
Mahatma Gandhi, al ver que los sudafricanos negros tenían prohibido caminar por las aceras exclusivamente reservadas a los ingleses o sudafricanos blancos, so pena de ser castigados a golpes de cachiporra, plasmó para la historia: “Es un gran misterio para mí que el hombre, para sentirse honrado, se vea en la obligación de tener que humillar al prójimo”.
Y por esto mismo a las buenas personas de esta vida les cuesta llevarse bien entre sí. Muy pero muy dentro de nuestras cabezas y desde muy chiquitos (e incluso desde antes de nacer), tenemos preestablecida una escala de valores fundada por oposición a otra escala de valores. Entonces, ¿cuál es, sinceramente, la verdadera escala de valores?
¡Nadie se asuste…! Ni una ni otra lo son. Lo único verdadero que existe en esta vida es la posibilidad que Dios nos ofrece cada día para ser mejores personas. Para ser buenos, orgullosos, honrados, viriles y felices con completa independencia de sus supuestas antinomias. Ésa es, y solamente ésa, la única necesidad real que debemos satisfacer; no existe mayor capital humano que el hecho de ser tenidos por buenas personas. Lo único verdadero es la Fe y la seguridad para ver más allá de donde llegan nuestros ojos. El día que el hombre entienda que no necesita odiar para ser feliz… será precisamente el día que, al igual que la mujer maravillosa que inicia este artículo, podrá afirmar – con total tranquilidad e independencia – que “en este mundo no existen las malas personas”.