Escribe: Enrique Stell
Coronel VGM (R) y Preso Político Argentino.

El día 15 de junio nos dirigimos al aeropuerto de Puerto Argentino, el cual se constituyó en el Primer Campo de Concentración de Prisioneros de Guerra (CPG). Era un día muy frío y nevaba suavemente.

Los militares de la Isla Gran Malvina fueron embarcados y devueltos al continente rápidamente o reembarcados en otras naves argentinas. Ello fue así porque los ingleses se libraban de tener que cuidar, alimentar y cumplir con cada uno de los artículos  del III  Convenio de Ginebra del 12 de agosto de 1949, lo cual en síntesis implicaba afectar gran cantidad de personal y medios, situación a la que se sumaba un monto importante de dinero.


Este artículo viene de:

El drama de la guerra… después de la guerra: marginación y suicidios


En Malvinas hubo tres Campos de Prisioneros de Guerra para argentinos. El primero fue de concentración y traslado, que quedó naturalmente localizado en el aeropuerto de Puerto Argentino; el segundo campo fue de concentración y estuvo en un frigorífico de la Bahía Ajax dentro del Estrecho de San Carlos; el tercero fue a bordo de un barco de turismo denominado Saint Edmund.

En el aeropuerto nos concentramos todos los militares, capellanes y civiles argentinos que estuvimos ocupando las posiciones defensivas en los distintos montes como el Longdon, Wirles Ridge, Tumbledown, Two Sisters, Harriet, William, Sapper Hill, Península Cambers, en toda la defensa de Puerto Argentino y también aquellos que sin estar en un monte determinado desarrollaban sus tareas en proximidades del Puesto de Comando o en el pueblo de Puerto Argentino. Éramos miles y nos ubicamos como pudimos, durmiendo y comiendo lo que podíamos.

En la mañana del 16 de junio nos anoticiamos que en el muelle de Puerto Argentino estaban embarcando argentinos para repatriarlos al continente. No había turnos precisos respecto de la concurrencia de las unidades al muelle por lo que, habida cuenta del desorden existente, decidimos irnos cuanto antes. Nos reunimos, conversamos sobre lo que teníamos que hacer y convinimos aplicar todo tipo de engaños para evitar que el enemigo pudiera obtener información de cualquier naturaleza, especialmente del Orden de Batalla. Acordamos quemar todo tipo de documentación, sacar de nuestros uniformes los distintivos, quemar libretas de apuntes, destruir materiales y equipos. Nos pusimos de acuerdo en decir que pertenecíamos al Regimiento de Infantería 84.

Yo tomé el grupo electrógeno, lo alejé, saqué la tapa del aceite y lo derramé completamente; luego puse en funcionamiento el motor. Un oficial se acercó y me preguntó por qué no lo rompía. Le respondí que en poco tiempo se iba a fundir. A mi lado un comando le colocaba arena y tierra al motor del jeep.

Rompí las dos fotos de mis hijos, con gran dolor, pero las reduje a pedacitos, porque sabía que me podían extorsionar psicológicamente con esas imágenes. Si bien lo lamenté, no tuve que padecer como otros la presión de los servicios de inteligencia ingleses.

Tomé mi boina y la guardé en la entretela del gabán de abrigo, solo me quedé con lo puesto, mi mochila y algo de ropa. En el interior de mi bolsa de dormir, guardé mi cuchillo de paracaidista, mi cortaplumas Victorinox y una pequeña llave Allen.

Comenzamos a caminar hacia Puerto Argentino. Mientras lo hacíamos deshojaba mi libreta de tapa negra, un clásico entre los comandos y hoja por hoja las iba arrojando al agua dejando 20 metros entre cada una de ellas. Paralelamente, iba desarmando mi pistola, porque sabía que al buque no subiría con ella y no quería que los ingleses la pudieran conservar como souvenir.

«Rompí las dos fotos de mis hijos, con gran dolor, pero las reduje a pedacitos, porque sabía que me podían extorsionar psicológicamente con esas imágenes».

Con la pistola fui más exigente aún, porque el peso de las partes me permitía arrojarlas bien lejos. Tomé la corredera y la arrojé unos 50 metros de la costa, luego el cañón, de a poco los cargadores y conservé para el final el cajón de mecanismo con la empuñadura. Las partes quedaron diseminadas en los 7 kilómetros que separan el aeropuerto del pueblo.

Aún conservaba conmigo dos HT en un bolsillo y le pedí al Capitán Andrés Ferrero que tuviese la amabilidad de romperlos porque emotivamente me costaba mucho. Fueron mis principales armas de trabajo, con ellas, seguramente causé muchas bajas al enemigo inglés pero también sé que salvé muchas vidas de mis camaradas. Se las entregué y él, con toda su energía, les clavó el taco del borceguí reduciéndolas a un motón de plásticos rotos. Ya no había más nada que romper ni de qué desprenderse.

Cuando llegamos a Puerto Argentino avanzamos en dirección al muelle en columna de uno. Yo iba detrás de Gonzalez Deibe y de Rico, que caminaba dos hombres delante de mí. Rico se peleó con un inglés, quien lo separó de inmediato, lo puso en posición de cuclillas con las manos en la nuca y apoyó la punta del caño del fusil en su cabeza. Preguntamos qué iba a pasar con él y nos dijeron que quedaba detenido.

Sin dudarlo siquiera un instante, nos fuimos con él. No podíamos permitirnos volver al continente sabiendo y viendo que nuestro jefe quedaba preso. Hasta ese punto llegaba nuestra lealtad, nuestro afecto y nuestra disposición a hacer sacrificios el uno por el otro. Así sumamos una nueva historia a nuestras vidas: “fuimos Prisioneros de Guerra por propia voluntad”.

Permanecimos en un galpón, todos juntos, sentados en el piso. Estábamos de buen humor y hacíamos bromas. En un lugar aparte vi al Mayor Tomatis con un enfermero a su lado y me comentaron que había sufrido un infarto.

Paralelamente, en el muelle había dos integrantes de los servicios de inteligencia inglés que hacían preguntas con total tranquilidad y sin ningún apuro, pero sí buscando las respuestas que necesitaban.

Todo argentino que dijese que pertenecía al arma de comunicaciones, a los servicios de inteligencia, que era comando o Jefe de una Unidad Militar, quedaba automáticamente detenido.

Los argentinos no teníamos documentos personales con nosotros y los que los llevaron a las islas, los tiraron, razón por la cual los ingleses no tenían otra opción más que aceptar como válido lo que les decíamos. Por estos motivos, era muy fácil cambiarse el nombre, apellido, unidad de revista, etc.  

Las razones por las que algunos quedaban detenidos y otros no eran simples, por lo menos en teoría. Los comunicantes transmitieron todos los mensajes, por lo tanto tuvieron conocimiento de su contenido y además realizaron actividades de Guerra Electrónica para localizar emisiones electrónicas que luego permitieron bombardeos. Los ingleses querían saber cómo hicimos para bombardear dos veces el Puesto de Comando de Jeremy Moore.

Los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas Argentinas “deberían” haber sabido de todo y los ingleses profesionales suponían que así era, siendo éste el motivo por el cual los retenían en calidad de PPG. Lindo chasco se llevaron cuando los interrogaron y secuestraron la información que producían.

Los integrantes de los servicios de inteligencia argentinos carecían de conocimientos sobre el enemigo, su doctrina, armamento, uniformes, costumbres, equipo, jerarquías, distintivos, etc. Diría que prácticamente no sabían casi nada porque nunca en Argentina existió una hipótesis de conflicto con el Reino Unido y por lo tanto no se reunió la información necesaria, ni se educó, ni instruyó, ni formó una cultura militar orientada a combatir con el Reino Unido.  

Tras los pasos de Enrique Stel

A los comandos nos buscaban porque querían saber cómo ejecutamos la operación Cola de Dragón y a los Jefes de Unidades porque obviamente eran una fuente de información natural que les podía decir mucho.

Dependiendo de la ingenuidad, preparación para la guerra o determinación particular, embarcaban o iban al galpón en calidad de detenidos. Los comandos que iban delante de Rico embarcaron y fueron evacuados en el buque Camberra hacia el continente.

Los que nos quedamos en el galpón, luego de un tiempo, un inglés, aparentemente de la Policía Militar, nos indicó que debíamos pararnos y caminar hacia la cancha de fútbol. Atravesamos nuevamente Puerto Argentino hasta que llegamos a la cancha. En ese lugar decidieron organizar un helipuerto. Había varias aeronaves detenidas.

Luego de un buen rato en ese lugar nos pidieron encolumnarnos para abordar un Chinook, el famoso helicóptero de dos hélices. Nos efectuaron una revisación rápida y subimos, nos sentamos en el piso. Con la puerta trasera abierta comenzó a elevarse. Atrás y al fondo, había un inglés con una ametralladora terciada apuntando hacia nosotros, mirándonos atentamente. Usaba un gabán de abrigo con una capucha que tenía piel en su interior y rodeaba sus bordes. Como la puerta estaba abierta el viento hacía flamear los pelos de la piel del abrigo como en las películas filmadas en la Antártida o el Ártico. No sabíamos adónde íbamos ni qué sería de nosotros.

Continuará…