Es un hecho, entonces, que cada vez que pugnamos por la libertad de expresión es precisamente porque estamos tan inseguros de la misma que necesitamos asumir una postura “reivindicadora” al respecto. No seamos ingenuos: muchas veces queremos alzar nuestra no por otra razón que para callar la voz del prójimo. Entonces, quedémonos tranquilos: mientras no haya un imperio global de cierto nivel visible de tolerancia y mientras, por tanto, sigamos poseyendo una visión simplificadora de los hechos y de las ideas (blanco-negro; bueno-malo), la libertad de expresión seguirá formulándose lo mismo que un mito feliz y doloroso, ya que para que tal exista tiene primero que existir un opresor, un fatídico censor de nuestras opiniones.
Es hora de que aprendamos a medir la libertad de expresión por la vocación de libertad de los hombres y los pueblos antes que por el rigor de los supuestos opresores. Definir a la libertad de expresión como «poder hablar sin que nadie te censure» (la concepción más generalizada) es, en cierto modo, decir que la libertad, para ser, le tiene que pedir permiso a la censura o esperar que ésta se distraiga. Los tiempos cambian, las formas cambian, los conceptos evolucionan… Equivale a un gran estancamiento pensar en tiempos de libertad como se pensó en tiempos de tiranía; es hora que nuestra idea de la libertad aprenda el lenguaje de la democracia.
Les propongo que hagan lo siguiente: Vayan a la pestaña de imágenes de Google; escriban «libertad» en el buscador; presionen ENTER. La gran mayoría de imágenes que provea el buscador rinden cuenta de una idea de libertad eminentemente sujetas a una idea de opresión, censura, cadenas, protesta, rebelión, presos políticos. O el sentido de libertad de este mundo se haya terriblemente viciado o, bien, la libertad misma adolece de «ilibertad», y por la sencilla razón de que no puede definirse por sí misma sin acudir a sus antípodas conceptuales. En efecto, se impone el establecimiento de nuevos paradigmas de libertad; acaso más sinceros, eficaces y, sobre todo, independientes.
¿Qué otras cosas hacen a la NO libertad de expresión?
Obvio, desde ya, claro está, inefablemente, sin ningún margen de duda… la NO libertad de expresión se da por causa y esmero de la enorme falta de educación de nuestros días. Pero no esa educación académica de la que supuestamente para algunos nos lucimos en todo el orbe; me refiero a la educación casera, familiar, intrínseca. Siempre me ha sorprendido una cosa de muchos padres: el afanoso empeño porque sus hijos estudien porque, según dicen, la educación es lo que vale. Pero… ¿se pusieron a pensar alguna vez sobre qué clase de elementos están enviando a las universidades? Lo importante para un padre tradicionalista es que su hijo sea doctor, adinerado, prestigioso, galán de cine y macho cabrío por donde se lo mire; yo dejaría de lado esa entelequia dudosamente viable y propondría otra cosa: mejor preocupémonos porque nuestros hijos sean buenas personas, gente sencilla, acaso prestas a recuperar el valor de la palabra como sello distintivo de cada uno. ¿De qué libertad de expresión podemos hablar cuando, justamente, el valor de la palabra ha sido suplantado por todo un maquillaje virtual que nos hace adictos a parecer y ostentar antes que a ser lo que sencillamente somos? Ésta es la clase de educación que hoy nos conmina a ver fantasmas antes que realidades, y porque precisamente nosotros nos revestimos de lo primero.
Otro gran fiasco de nuestra libertad viene a causa de la primera: las nuevas generaciones leen poco, poco y nada. Esto quiere decir que, si ellos no leen es, pues, porque en sus casas tampoco leen. Porque los jóvenes de hoy no tienen, cual arquetipo inexpugnable, la imagen mental del padre o de la madre leyendo. Porque, además, en muchos casos, ni siquiera hubo ni hay en los hogares una biblioteca amplia y diversa, y que ocupe un lugar central y preponderante de sus vidas (una cosa es que esté en living, otra que lo esté, por ejemplo, en el altillo). Como ya dijo alguna vez Edmundo de Amicis, escritor y novelista italiano: “El destino de muchos hombres depende de haber tenido o no, una biblioteca en su casa paterna”.
La costumbre por la lectura produce un impacto a largo plazo en la persona: el enriquecimiento interior de la misma, ya sea en un sentido técnico (crítico) como en otro no menos importante: un sentido espiritual. Los libros no sólo aportan nociones sino además modelan nuestras almas; la lectura es la mejor herramienta para ejercitar nuestra vocación de libertad, si es que la tenemos. Comparo la escasez de lectura en nuestros jóvenes con mi muy pobre conocimiento del inglés (gran deuda pendiente); por más amplio horizonte que se nos plantee frente, por más cosas que queramos decir, siempre daremos sólo con las mismas palabras. Por más respuesta que se me exija, sólo obtendrán de mí un mismo argumento aprendido por repetición. No tengo herramientas para expresarme. La falta de lectura, pues, nos dispone ante la vida sin mayores respuestas que sobrevivir con lo básico, con las nociones más elementales y los preconceptos antropológicos de siempre. ¿De qué libertad de expresión podemos hablar si tan sólo nos limitamos a repetir lo que otros ya han repetido? ¿De qué libertad hablamos si no contamos con la propia facultad para ilustrar la vida, nuestras vidas?
La enseñanza misma del periodismo, por caso, deja mucho que desear en materia de libertad de expresión; mejor dicho, apunta a aniquilar todo indicio de autonomía en el alumno, promoviendo siempre una visión distorsionada de los hechos (donde todos somos víctimas de algún monstruo salvaje que nos persigue para chuparnos toda la sangre). Hablo como alumno de un colegio público, aunque dadas las circunstancias suelo catalogarlo como “público-kirchnerista”. Desde las primeras clases fomentan la desilusión consistente en repetir que “los medios de información son ‘empresas’ y que vamos a tener que trabajar acorde al ideario de las mismas, sin posibilidad alguna de opinar libremente”. Qué fácil es, pues, engatusar a los idiotas útiles del mañana. Es mucho más fácil amedrentar a los jóvenes que educarlos como a hombres y mujeres de palabra capaces de mantener sus convicciones íntimas en el terreno en el que sea; es mucho más fácil mostrarles la cara más fea de la vida que instruirlos con nociones técnicas que verdaderamente posibiliten un desenvolvimiento independiente, autonómico, progresivo; es mucho más fácil mentalizarlos en que van a ser seres pequeños y vulnerables que personas hechas y derechas dispuestas a sortear cualquier adversidad. En fin, es mucho más fácil hacer política que hacer docencia.
Entonces, ¿qué es la libertad de expresión?
La libertad de expresión ES la capacidad de crear y exponer criterios exclusiva de aquellas personas dignas de ser respetadas por lo que piensan y lo que dicen. La libertad de expresión más que un derecho es una responsabilidad, ya que todo cuanto se dice debe estar estrictamente respaldado tanto por un argumento exhaustivo como por una conducta coherente de quien subscriba. Se trata, además, de una predisposición anímica y mental, ya que la propia vocación de libertad es mucho más poderosa y trascendente que cualquier forma de arbitrariedad que quiera imponerse, considerando que por más que se pueda callar al ser humano jamás habrá modo alguno de arbitrar lo que es capaz de pensar un hombre que se tiene por libre. Creer que por callar a una persona se atenta contra la libertad de opinión es justamente atentar de modo pasivo contra la misma; es desmerecer la fuerza del pensamiento.
La libertad de expresión se sostiene sobre tres pilares inalienables: educación, cultura y respeto. En primer término, la educación es la herramienta que garantiza que la persona está capacitada para verter una opinión bien fundamentada, bien intencionada y, especialmente, cimentada en un criterio propio; se trata, pues, de tener libertad para razonar más que para hablar. Seguidamente, la cultura de una persona aporta autoridad a lo que uno dice o piensa, lo que le da rigor “de moral” a nuestras posturas ante la vida. No se trata de que seamos “moralistas”, pero al menos es indispensable no ser tan controvertidos a la hora de opinar. Repito, pues, lo que ya me he cansado de enunciar en más de uno de mis artículos: tenemos que ser ejemplo de aquello que proponemos y no de aquello que denunciamos. Tenemos que ser la propia solución de nuestros problemas antes que el vergonzante reflejo de nuestras indolencias.
En última instancia, la parte más significativa de toda esta historia: el respeto. Y, como alguna vez me dijo mi querido Jack Benoliel, debemos tener el alto una cosa: el principio de la ética, es decir, “saber apreciar en el otro los mismos derechos que nosotros ansiamos”. Nada lastima más terriblemente a la libertad de expresión como la falta de respeto entre las personas.
Una vez mi papá me recordó una verdad muy grande y muy antigua: “si vas a Roma, compórtate como en Roma”. Muchas personas entienden que por libertad de expresión están autorizadas a hacer por izquierda lo que todo su entorno eventual hace por derecha, o viceversa. Es más, ven en ese preciso momento la oportunidad invalorable para sus almas de “revelarse”, y así mostrarles al mundo cuán valientes son. Y, para mí, esto es una soberbia payasada (a fuerza de experiencia hablo, por supuesto).
Es preciso entender una cosa: si decimos que la educación es un pilar de la libertad de expresión, naturalmente entenderemos que la “discreción” es inherente a dicha afirmación. La libertad de expresión es también la libertad o la facultad para callarse cuando hay que callarse. La falta de confianza en las propias convicciones generalmente origina que saltemos como leche hervida cada vez que nos parece que nuestro entorno hace las cosas mal; si, por el contrario, nuestras convicciones son genuinas permanecerán incólumes por más que el mundo esté vuelto al revés. Si, efectivamente, el entorno que nos rodea está mal, obviamente algún día estará tan mal que será necesario asumir el imperio de nuevos paradigmas, entre los que hallaremos el espacio oportuno para blandir nuestras ideas, más nutridas cada día. Por esto último, es fundamental no incurrir en la indiscreción o directamente la falta de respeto, para estar investidos del prestigio y la credibilidad necesarios para aportar lo que sabemos el día que haga falta. En fin, es cuestión de ser personas amables, queribles, sobre todo por aquellos que piensan distinto a nosotros.
Es que, gran verdad, nadie nos respeta más que aquella persona que nos quiere a pesar de nuestras diferencias. Entonces, ¿para qué declararle la guerra a la gente que nos quiere de verdad? Si, por el contrario, no nos quieren ni respetan en nuestro entorno, tendremos primeramente qué evaluar si hicimos algo para que esto sea así y, más allá del resultado, asumir una cosa muy fundamental: bajo ningún punto de vista responder a los agravios con otro agravio más. ¿Por qué hablar en el mismo idioma de la gente que habla mal?
La libertad de expresión es, también, la capacidad para comprender al otro, consensuar, persuadir, perdonar y volver a perdonar. En ningún caso es un grito de guerra. Es la facultad para ofrecerle a quienes nos rodean lo mejor de nosotros, y lo mejor de cada uno de nosotros no es justamente una mochila llena de reproches.
Conclusión
Podría concluirse con que la “idea” de libertad de expresión, prensa o pensamiento está, pues, mal asumida, pero el problema es que no hay una “idea” concreta al respecto. Sólo nos abocamos a la “no idea” de la libertad cuando algo o alguien nos impide acceder a ella. Por ejemplo, una persona encerrada irá a valorar su idea de la libertad en un sentido pleno, y porque justamente está privado de ella. A su encierro, entonces, le debe su afición de libertad. Las personas de bien y los buenos periodistas deben asumir la responsabilidad de abarcar la libertad de expresión en completa independencia de los supuestos censores. Si remitimos la fuerza y el poder del pensamiento (que modela nada menos que nuestras vidas) al alcance que eventualmente tengan nuestras palabras, no sólo que es lógico que damos mayor importancia a lo segundo que a lo primero, sino que el contenido intrínseco de nuestras acciones a la larga se devalúa de modo visible. Es, precisamente, lo que está sucediendo hoy en día: de este modo se explica tanto comportamiento descabellado, tanta furia incomprensible, tanto absurdo contagioso. Es lógico, pues: ningún pensamiento razonable habita en el fondo de una conducta irrazonable.La libertad de expresión es, en fin, lo que nosotros podemos hacer que sea o lo que nosotros podemos llegar a ser. Que sea lo que sea, pero tiene que ser nuestro el origen conceptual de la misma; nosotros mismos debemos constituir su esencia más tangible y sincera. Nuestra cabeza debe estar libre de opresores y censuras; nuestra concepción de la libertad debe prescindir de toda ligadura antropológica que nos mortifique y nos ensalce interiormente. Dejemos de agradecerle a los míticos dictadores de siempre nuestra “afición” de libres y debámonos a nosotros mismos nuestra propia vocación de libertad. Cuánto más insistamos con una fórmula de libertad que conjugue en sus entrañas funciones antagónicas (opresor vs. libre-pensamiento), más dependencia existirá de una cosa hacia la otra. Y un hombre libre, no depende de nadie, ni de nada.
Es que hay una verdad tan grande y tan clara que, como todas las verdades así, absurdamente pasa desapercibida ante nuestras narices: si en algo han tenido éxito los totalitarismos, las dictaduras y los déspotas es en haber logrado implantarse tan dentro de nuestras cabezas que hoy parece imposible concebir una forma de libertad que prescinda de antípodas conceptuales. ¿Cuán sincera puede ser una idea de libertad que se fundamente en función – y gracias a – otra idea pero de «ilibertad»? A los que alguna vez han pretendido cercenar la magnitud de nuestro pensamiento, démosles su merecido: ¡quitémoslos de nuestras mentes!
No vamos a cambiar el mundo, y ni siquiera conseguiremos torcer un hilito el destino del mismo, pero al menos vamos a conseguir oxigenar el caldero de nuestras ideas, cuyas flemas de creatividad han sido reemplazadas por el fulgor cansado de preconceptos e idealismos caducos. No vamos a cambiar el mundo, insisto (ésa es otra consigna romántica sin vigencia ya), pero sí vamos a cambiar la forma de verlo, de asumirlo, incluso de digerirlo.
Solía de niño oír una anécdota de mi abuelo. Una noche, rendido ante la estampa imponente que la luna insinuaba en el cielo, dejó escapar su pensamiento en una sola frase:
-¡Qué majestuosidad!
Otro que estaba con él, giró para dar con la causa de tamaña admiración, pero volvió decepcionado.
-¿Eh…? Sí, la luna. ¿Qué tiene?-, completó.
El ejemplo es válido para entender, justamente, la esencia de la verdadera libertad de expresión, aquella que surge de lo más remoto del alma sin ningún resabio de opresión. No se trata de ser dueños de alguna verdad inexorable; amigos, SE TRATA DE SER DUEÑOS DE LO NUESTRO. De lo que hacemos nuestro en base a nuestra imaginación, trabajo, estudio, sensibilidad. De lo que conseguimos realizar gracias a nuestra fuerza y creatividad. La libertad es nuestra decisión. Sólo nuestra. Por tanto, somos libres si no necesitamos que alguien nos diga si somos libres o no.
¿Qué es la democracia?