Escribe: David Rey
El etarra Ángel María Tellería Uriarte acaba de ser detenido en Guanajuato, México, tras más de tres décadas de permanecer prófugo de la Justicia española. Curiosamente, el hecho se da apenas unos días antes de que sus crímenes prescribieran por el paso del tiempo: se le adjudica la «presunta» participación en atentados terroristas de la organización vasca ETA.
La Procuraduría General de la República (PGR) señaló que dicha captura evitó que estos atentados «quedaran impunes». El 16 de junio de 1981, Tellería habría participado de un ataque terrorista que terminó con la vida de la inspectora de policía María Josefa García en la ciudad de Zarauz.
El periódico EXCELSIOR explica que «el detenido estaba entre las personas listadas en una querella que la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) presentó ante la Audiencia Nacional española en 1997, para solicitar la extradición de 35 presuntos miembros de ETA exiliados en México», país donde comenzaron a refugiarse a partir de los años setenta. La querella «incluía a supuestos terroristas acusados de delitos de atentado, estragos y colaboración y pertenencia a banda armada. Todos ellos acumulaban un total de 19 asesinatos».
Un año antes, también en México, la policía local detuvo a los etarras Juan Jesús Narváez Goñi e Iciar Alberdi Uranga, quienes en el pasado fueron miembros del terrorista «comando de liberados Ekaitz». Estuvieron 22 años con paradero desconocido.
En septiembre de 2016, parte de la progresía española puso el grito en el cielo, ya que el Tribunal Constitucional de ese país impidió al líder «abertzale», Arnaldo Otegui, presentarse en la lista electoral de EH Bildu. Resumidamente, más allá de la «conversión» que Otegui se adjudica tanto a él como a sus compañeros, la justicia española entiende que su pasada participación en ETA lo inhabilita moralmente para ejercer el cargo público que pretende por vía de elecciones. El 22 de marzo de 2007 participó de un atentado en el aeropuerto de Barajas donde fallecieron dos personas de nacionalidad ecuatoriana.
Arnaldo Otegi, junto con Rafa Díez, fueron condenados a diez años de cárcel por «pertenencia a organización terrorista en grado de dirigente». La pena también conlleva a la «inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de 10 años». Como los terroristas fueron detenidos preventivamente recién en 2009, la condena se extendería hasta 2019.
Pues bien… dicho esto, resulta imposible no trazar una analogía con lo que ocurre en Argentina, donde los terroristas de antaño lejos de ser perseguidos por la justicia local más bien resultan reivindicados, cuando no premiados con dinero o cargos públicos de modo indiscriminado. En fin, acá cualquier pistolero de cuarta puede ser político, juez, profesor o estandarte de los derechos humanos.
En Argentina los terroristas de antaño lejos de ser perseguidos por la justicia más bien resultan reivindicados, cuando no premiados con dinero o cargos públicos de modo indiscriminado.
Como es el caso de Miguel Bonasso, quien en 2003 resultó electo diputado por el partido «Revolución Democrática», más allá de que en los años 70 haya sido precisamente la democracia el objetivo a destruir tanto por él como por la organización terrorista que él integró, es decir, Montoneros. Lejos de manifestar alguna conversión hacia formas republicanas de vida, Bonasso más de una vez supo afirmar que «mantiene firmes los mismos principios que tenía en los 70». Indultado por el presidente Carlos Menem en 1989, nunca encontró ningún reparo para ejercer cargos públicos como para reivindicar su profuso pasado «idealista».
Por su parte, Horacio Verbitsky es un periodista argentino reconocido por su «militancia por los derechos humanos», acaso la misma que la curiosa prescripción de algunos de sus crímenes le permite ostentar nada menos que a la cabeza del Centro de Estudios Legales (CELS). Verbitsky fue responsable, junto con la comandancia de Montoneros, de la voladura de la Superintendencia de la Policía (Buenos Aires) en 1976, donde perdieron la vida una veintena de personas y otras tantas resultaron mutiladas y heridas. La Justicia argentina entiende que el paso del tiempo ha condonado sus múltiples homicidios (en cualquier país serio sus crímenes serían imprescriptibles), el sector político lo respeta como si se tratara del Dálai Lama y los organismos de derechos humanos lo elevan como a uno de sus máximos paladines.
La lista de laureados homicidas no sólo incluye a políticos y arlequines humanistas sino que también se completa con altos integrantes del Poder Judicial. Por citar sólo un caso, podríamos mencionar a la exterrorista del ERP María Alicia Noli, quien hasta hace poco fue integrante del Tribunal Federal de Santiago del Estero a cargo nada menos que de la Megacausa III, donde precisamente se juzgó a militares y policías que ella misma combatió en la época del 70. Gracias a Dios, la Sala IV de Casación Penal impuso su remoción de dicho tribunal ante la denuncia de abogados defensores (Leer artículo – Clic Aquí), aunque aún nada se deshizo respecto de las personas que ella encarceló.
En fin, podría escribirse un libro de quinientas páginas con todos los casos de terroristas que, en Argentina, han sido propiamente «premiados» tanto por su pasado homicida como por su incesante gestión por reivindicar los más lamentables episodios que registra nuestra historia. Lógicamente, esto ha sido posible gracias a un lento, largo e ininterrumpido proceso de adulteración del sentido común de la ciudadanía en general, que durante años absorbió los eslóganes del «genocidio», de los «treinta mil desaparecidos» y del «plan sistemático» y que terminó por excusar un demonio en función de condenar un demonio mayor.
Gracias a Dios, no obstante, el mundo avanza en materia de terrorismo… a pesar de Argentina. Y hoy ocurre que esos mismos países que en la época del 70 cobijaron a miles de terroristas argentinos, y desde donde les fue posible llevar a cabo el lobby contra nuestro país, están corrigiendo esa «blandura» hipócrita hacia los criminales que sólo lleva al fracaso y, es lógico, a la impunidad. El caso español que se ilustra al principio de esta nota es síntoma de esta notable mejoría.
Mientras que el resto del mundo civilizado toma reparos respecto de la participación de terroristas en distintas áreas, en Argentina los exterroristas o afines toman reparo del mundo. Mientras que en todas partes se repudió el atentado de las Torres Gemelas, acá la líder de la fraudulenta organización Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, bailó de alegría por el ataque contra «los yankis». Mientras que los sectores políticos de países desarrollados discuten un plan de acción para terminar definitivamente con la amenaza de ISIS, acá terroristas como Rodolfo Walsh son recordados como las «víctimas» de un plan sistemático. Mientras, por caso, el presidente estadounidense Donald Trump promete a su electorado convertir a las Fuerzas Armadas de su país en «las mejores de la historia», acá el poder político no para de encarcelar militares y desmoralizar al Ejército de un país con más de nueve mil kilómetros de fronteras y una secular disputa de soberanía.
Más 20 mil atentados terroristas se registraron en Argentina en apenas 10 años (1969-1979). Montoneros, por ejemplo, se instituyó como el ejército terrorista con el más elevado poder de fuego de todo el continente. ERP, por su parte, llegó al extremo de intentar separar la provincia de Tucumán del resto del país; entre sus planes figuraba el de asesinar a un millón de argentinos. Ambas organizaciones fueron financiadas tanto por dictaduras de distintos lugares del mundo como por los millones de dólares que obtenían a través de los secuestros extorsivos que llevaron a cabo. La mayor cantidad de sus homicidios se dio durante gobiernos democráticos; secuestraron, torturaron y asesinaron a miles de personas inocentes. No lucharon, en principio, contra ninguna dictadura sino precisa y especialmente contra la democracia argentina.
En fin, no se puede tapar el sol con una mano ni Argentina es capaz, a pesar de tanta historieta, de tapar lo que ocurre en el mundo, aquel lugar tan alejado de «acá» donde los crímenes, a la larga, se pagan y donde la palabra «impunidad» no es patrimonio de ningún pretendido Robin Hood.