Autismo y epilepsia: la cuenta pendiente de las «otras» vacunas

Entrevista a Mariana Maffía. Su hijo, al nacer, tuvo una reacción adversa a la inyección contra la hepatitis B. "A los médicos que hablan de esto les retiran la matrícula".

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Escribe: David Rey 

Para Mariana Maffía ser mamá no es algo “cool”. Seguramente, también ella debe tener fotos vestida de gala en casamientos o graduaciones, visitando la Torre Eiffel o dándole de comer a un delfín en la boca, al tiempo que su pelo amarillo se torna blanco bajo del sol. Pero para ella todo esto es secundario, ni siquiera anecdótico. Ella es la mamá de Lucas, un joven autista.  

Claro, ella tiene una misión superior, y lo supo de golpe. Pero fueron dos golpes. El primero, a las ocho horas de haberlo parido y tras haberlo amamantado. El niño entró en terapia intensiva sin que nadie supiera por qué. Una infección generalizada, pensaron. El segundo, fue a los cinco años, cuando, “cansada de recorrer consultorios”, el doctor Mario Draiman le confió que a su nieto le había pasado lo mismo: la vacuna contra la hepatitis B le produjo nada menos que encefalitis, tal como el prospecto advierte en la parte de efectos adversos.  

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En una época en que las inoculaciones contra el supuesto COVID han sido puestas sobre el tapete no solo por su dudosa eficacia sino, además, por la forma compusilva con que se ha querido inyectar a todo el mundo con una sustancia experimental, naturalmente surge preguntarse: ¿y qué hay de las otras vacunas, las «oficiales»?

“A Lucas le colocamos la vacuna de la hepatitis B tres veces más, además de las 34 inoculaciones que reciben los niños en su primer año de vida. Hay sistemas inmunes que se la bancan, pero otros no”, contó Mariana a DAVIDREY.com.ar. A causa de que la encefalitis no fue, entonces, tratada de modo inmediato, sino que, por colmo, se le siguió echando leña al fuego, Lucas desarrolló inevitablemente la condición de autista. Pero tampoco él vendría al mundo para estarse quieto.  

También desarrolló epilepsia, de manera que no era solamente “estar en su mundo”. Y ya por los once años de vida la cosa cada día se tornaba peor. Su mamá lo explicó así: “Después de cada convulsión, quedaba hemipléjico. Primero, fueron cinco minutos… después pasó a ser de media hora. Comenzó a tener mucho sangrado por la nariz. No encontrábamos respuestas. Era seguir tapando síntomas y medicándolo cada vez más, pero todo se agravaba. No quisiera imaginarme lo que sería de nuestras vidas hoy. A sus once años, yo ya pensaba en qué neuropsiquiátrico lo íbamos a tener que internar cuando llegara a los veinte. Sin embargo, hoy, gracias a Dios… tengo un niño que es un señorito inglés”.  

El cambio: la dieta y el dióxido de cloro 

Lucas abandonó un autismo severo a estar hoy con un retraso madurativo y un autismo leve que “lo hace mucho más compatible con la vida y con la convivencia”. Y sin epilepsia, según asegura su mamá. No está curado del todo, pero su calidad de vida es mejor. Mariana me dijo que quería publicar su libro “Mamá ayúdame” cuando su hijo estuviera totalmente curado, pero los mismos papás de hijos autistas le rogaron que lo publicara igual. Es que había muchos de ellos que estaban… por donde ella empezó.  

Y lo cierto es que Mariana comenzó la recuperación de Lucas contando gusanos. “De todos los tamaños y de todos los colores. En el gusano número 400 no conté más”. Tras desistir de la medicina alopática, es decir, la “convencional”, Mariana siguió el consejo de una amiga pediatra que la condujo a los métodos del médico alemán Andreas Kalcker, y su bendito dióxido de cloro.   

“Cuando recibí el diagnóstico de mi hijo, tuve que ingresar a terapia. Dos veces por semana, como para poder asimilarlo. El doctor Draiman me dijo que mi hijo había nacido sano y me animó a iniciar acciones legales, aunque me pidió que no diera su nombre porque a los médicos que hablan de este tema les retiran la matrícula”, confió Mariana a DAVIDREY.com.ar. De modo que su lucha no era solo contra el autismo y la epilepsia sino también contra el mundo. Pero Mariana ya venía acostumbrada a los bofetazos. 

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Volver a nacer… en “la clandestinidad” 

Azúcar, leche, harinas, “los alimentos ‘ensuciantes’ que promocionan en todos lados” hubo que frenar. Lo más importante del mundo pasó por limpiar el organismo. ¡Pero primero lo hizo ella consigo misma! Y apenas Mariana se dio cuenta de que se había curado totalmente de la hipertensión arterial que tenía desde hacía tres años, aplicó en su hijo autista la misma ciencia que probó en ella. Ahí comenzó la vida, otra vez, tanto para ella como para toda la familia.  

“Somos las mamás las que nos hemos puesto al hombro los protocolos y los tratamientos y preguntarnos qué es lo que podíamos hacer que no estábamos encontrando en la oficialidad”. Y así fue cómo, en la “clandestinidad”, se puso a contar gusanos, los que fueron apareciendo en las heces de Lucas tras el dióxido de Kalcker y la corrección alimentaria. Todos ellos sonríen para la foto, pero no en Facebook sino en su libro. Es que la rubia no es que busque tener razón, eso es para gente porfiada. Ella quiere algo peor: que le demuestren que no la tiene.  

“Eso que veíamos”, dijo, “era la verdadera cara del autismo y la epilepsia”. Parásitos que conviven en nuestro organismo toda la vida, guarnecidos por el moco estomacal, “donde hacen sus casitas y se siguen reproduciendo”. Y quizás aquí se encuentre la explicación de muchas de nuestras patologías. 

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La nueva vida 

“Más de once años me costó sacarme la venda de los ojos y empezar a hacer algo diferente. Si persistimos en la necedad, los necios somos nosotros. Hay que hacer algo distinto para ver resultados distintos”, dijo. Ahora, da cátedra. Y no porque con ello ostente prestigio o intitulaciones, sino porque son los mismos padres como ella quienes le exigen la proyección de ese testimonio que necesitan casi lo mismo que a la luz o al oxígeno que respiran.  

Y lo cierto es que Mariana está bien lejos de pretender imponer nada a nadie. Por caso, el menor de sus hijos recibió las mismas inoculaciones que Lucas, sin que esto apareje ningún problema. En este sentido, precisó a DAVIDREY.com.ar que “por esto, el mensaje no es ‘no vacunar a nadie’ pero, evidentemente, tampoco hay que vacunar a todos. Acá es donde precisamos el criterio médico para saber a quién ayudamos con las vacunas y a quién dejamos con un certificado de discapacidad”. 

“Yo tengo que encontrarle un sentido a todo lo que sucedió. No quiero solamente que la gente sepa que se puede mejorar la calidad de vida de las familias con niños autistas, sino que, también, esto se puede prevenir si simplemente tomamos el prospecto de la vacuna y leemos lo que el mismo fabricante dice. ¿Cómo saben los neonatólogos y los pediatras que los recién nacidos no son alérgicos ni hipersensibles a las vacunas que les ponen?”, dijo.  

Pero Mariana también acepta su parte de responsabilidad: “No puedo solamente echarle la culpa al pediatra. ¿Dónde estaba yo, que nunca leí un prospecto? ¿Dónde estaba yo, que fui como vaca al matadero sin leer lo que les inyectaban a mis hijos? ¿Dónde están los papás, que creemos ciegamente en todo lo que nos dicen como si fuéramos estúpidos? Yo no digo que ‘no vacunen’, yo digo que lo hagan, pero con conocimiento. Si el papá considera, después de leer el prospecto, que inyectarlo es lo mejor que puede hacer por la salud de su hijo, ¿quién soy yo para decirle lo contrario? Pero, ¿por qué tiene que ser obligatorio y compulsivo, qué es eso? Pidan todo por escrito, que les firmen que se van a hacer cargo y responsables de cualquier efecto adverso que sucediera”. 

En fin, como vemos, para Mariana Maffía, ser mamá no es algo «cool». Ha sido, es y será, como ella misma lo sabe, «todo un desafío» donde orbitan las historias de vida de miles y miles de familias de todo el mundo.

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